EXPERIENCIAS PERSONALES | 'PUZZLE'

Bueno...

Vida, sentido y propósito: tres palabras formadas de tan pocas letras, pero que esconden profundos significados en el mundo de la salud mental y la familiar. Cuán importantes son, y más si sabes que tu existencia está, pero a la vuelta de la esquina ya no.

Tuve una recaída en cuanto a mis niveles de calcio, se fueron al piso de nuevo. Como paciente crónica sé el día exacto en que llegaron para quedarse en mi cuerpo a través de la hipocalcemia y con osadía no marcharse jamás al permanecer latentes, callados, ocultos, en remisión, sin embargo, no sé cuándo volverán a hacerse manifiestos en mí los estragos si este mineral tan importante —no solo por el aporte que genera al fortalecimiento de los huesos—, se cae en mi torrente circulatorio.

No niego que fue una recaída bastante fuerte, que, a pesar de solo durar poco tiempo, se volvió mórbida, aún sigo con los dedos un tanto dormidos. Siempre digo y estoy consciente de eso: no creo que regrese al mundo de los vivos para volver a contarlo, pero trato de mantener la respiración en mi ser como si no tuviera nada, aunque un mortal asesino me acecha constantemente, a pesar de tomar medicación continua.

Mientras Benjamín me sacaba de la casa al auto para llevarme junto con mi suegro directo al hospital, cargada porque no puedo mover ni un músculo, en lo que primero pensaba era mis hijos, en él mismo como mi pareja y soporte, en quienes me acompañan a diario. Cerré los ojos y no recuerdo más, sino cuando los abrí en la sala de emergencias el momento en que mi suegro me dio un pinchazo en la planta del pie para que reaccionara.

Desperté y lo primero que hice fue agradecerle al Creador por una nueva oportunidad que me extendió el soplo de vida, aunque en mi corazón existía la resignación al pensar que tendría que quedarme encerrada por más tiempo entre esas paredes y ventanas que dan a más paredes y ventanas.

Estaba preparada para más medicamentos y exámenes de rutina que determinaran si mis niveles de calcio ya se estabilizaron por completo, estaba preparada para todo, menos para lo que en realidad pasó: me dieron el alta con las debidas precauciones de siempre, es decir, si mi ritmo cardiaco se dispara a más de 140 latidos por minuto, si mis músculos se engarrotan, aparecen los calambres hasta en la cara y el hormigueo de la lengua se intensifica, no por algún chisme de dama cotilla, es hora de visitar un centro de salud.

Lo admito, soy una llorona, es que hasta con una película del cine suelto las lágrimas y se me hincha el pecho como si fuera paloma, sin embargo, esta vez la causa de mis aflorados sentimientos sí ameritó una extendida sesión de “llanto, moco y baba”, ya que solo de pensar que volvería a ver a a los que se quedaron en casa esperándome, algunos, como mis padres y mi suegra en gran llanto; otros más ecuánimes, como mis hermanos y cuñados; y otros hasta con sonrisas, como el caso de mis hijos que cada que me ven o escuchan piensan que es hora de comer.

El médico me dijo que si podía hablar era el momento preciso y perfecto, lo hice, pero no con simples palabras, sino con una melodía, una hermosa melodía interpretada por Levy Falkowitz y Yitzchak Meir en las calles de Israel, mostrando dos senderos, dos vertientes de una misma creencia, pero unidas con un mismo propósito: el agradecer con el corazón.