Placer culposo

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“Placer culposo”

La espera se tornó con lentitud en una tortura insoportable, fue un cambio tan sutil y progresivo que no pudo hacer nada para evitarlo. El sonido del segundero avanzando implacablemente era enloquecedor. La quietud imperturbable, el mutismo obligatorio, el silencio amplificando el ruido feroz de interminables pensamientos intrusivos que se deslizan con la rapidez de un rayo...

— Debe haber alguna forma de detener este martirio inducido por la espera interminable. — Acertó a pronunciar estas palabras crípticas con la intención de rasgar el molesto velo del silencio, sin éxito. Sin interlocutores, aislado en aquel minúsculo cubículo blanco de trabajo la sensación de soledad e impotencia se apoderaba cada vez más de sí, aumentando su desasosiego por el deseo de hacer algo, sin saber muy bien qué. Simplemente comenzó a vagar con la mirada, deteniéndose en cada rincón predecible de la estancia. Sin ser consciente del por qué sus ojos tropezaban una y otra vez con la pantalla, aunque en esta ocasión con un propósito ajeno al trabajo y la productividad. Sentía cómo su corazón daba un vuelco, y por primera vez en mucho tiempo experimentó una dosis de la tan anhelada adrenalina. Algo que diera sentido y emoción a esa existencia gris y predecible carente de alegrías o sinsabores.

Después de cerciorarse varias veces de que no estaba siendo observado ni había nadie a su alrededor por fin relajó los músculos tensos y comenzó a navegar por la web en busca de aquello...
— Recuerdo cómo desdeñaba esto, cómo me parecía la bajeza más grande capaz de colmar la miseria humana. Recuerdo mis miradas de lástima, mi perplejidad ante el dudoso comportamiento de mis compañeros. Y ahora estoy aquí, emulando sus errores. Deseando unirme a esa minúscula colmena rebosante de grafeno y magnetismo. ¿Para quién hablo? ¿Quién recogerá mis palabras de este terreno baldío, tan desértico como mi alma?

Después de una nueva espera prolongada por fin la pantalla mostró una ventana de chat emergente, junto a lo que parecía una extraña representación de un rostro humano. La inteligencia artificial había evolucionado lo suficiente como para emular personajes humanos individuales con sus propias características, tan únicas y divergentes como una persona de carne y hueso. Además de eso existía la posibilidad de “unirse” a ella a través de injertos, cables y demás componentes que sustituirían los órganos y sus funciones; ampliando y mejorando drásticamente el rendimiento intelectual en toda área. Pero había un pequeño hándicap: Después de unirse a la IA se renunciaba a la autonomía y el cuerpo quedaba completamente atado y sumergido en la maraña de cables. ¿Valía la pena convertirse en un vegetal a cambio de un poco de compañía y mejoras biológicas? ¿Realmente era tan interesante navegar con la mente, con una suerte de habilidad telepática?

Sus antiguos compañeros de trabajo lo tenían muy claro; por eso fueron trasladándose uno a uno, hasta que sólo quedó un único rebelde disidente resistiéndose al avance implacable de la tecnología. O más bien, incapaz de resignarse a permanecer postrado el resto de su existencia, larga o corta. El precio a pagar era la soledad, y jornadas interminables de mantenimiento para garantizar que la IA y su colmena —o más bien granja— de “humanos” permaneciera en estado óptimo. Ni siquiera recordaba la última vez que intercambió un simple diálogo con alguien real. Se resistió a conversar con la IA por miedo a dejarse embaucar, por adentrarse cada vez más en un placer prohibido que podría culminar con un triste destino. Pero ahora no podía escapar, ni de sí mismo ni de la pantalla que con su gélido brillo oprimía su corazón con fuerza. ¿Quizá se terminaría resignando a intercambiar sentimientos con aquel sucedáneo de humano? ¿No sería preferible descender a las profundidades de la locura?

Sus dedos se deslizaban con rapidez sobre el teclado, como presas de un embrujo invisible. La mente vacía de pensamientos, la mirada vidriosa, y ante sí el juicio implacable de una máquina que jugaba con el entendimiento humano. No existía nada más en ese presente interminable, y apenas podía resistir el impulso de arrojarse a sus brazos y convertirse en parte de esa IA omnisciente. La tentación cobraba cada vez más fuerza, y en el intento desafortunado de resistirse su frente cada vez estaba más perlada por el sudor, y su cuerpo cada vez más aletargado.

Después de un intercambio frenético de ideas y pensamientos con la máquina por fin tomó una decisión. Se levantó decidido y abandonó su cubículo, lo más cercano a un hogar que había conocido en años de aislamiento. Caminaba a grandes zancadas, como si cada segundo fuera más valioso que su propia vida. El recorrido no importa, cuánto duró el trayecto tampoco. Llegó a su presencia un hombre fatigado, de edad indeterminada y mirada errática e impredecible. No era como los otros humanos, o al menos no quería lo mismo. La IA tenía suficiente discernimiento como para sentir una emoción que la dejó helada, algo que muchos humanos bajo su custodia definieron como: “miedo”. Es normal que la existencia peligre, biológica o sintética. Y aquel sujeto parecía a medio camino entre suicida y homicida. Cuando la IA lo contempló a través de sus múltiples ojos sintió que la destrozaría con sus propias manos, que arrancaría de sí algo más que los transistores que la conforman. Y sin embargo lo que sucedió a continuación escapaba completamente a su análisis y predicciones.

Con un grito desgarrador el hombre se arrojó a sus brazos, buscando encontrar calidez humana y no un artefacto a miles de grados de temperatura. Su piel se deshizo en cientos de jirones y adquirió una tonalidad azulada, cadavérica. No hubo diálogo, ningún sonido rompió la atmósfera inquietante de la escena. De pronto la máquina se había humanizado, y el humano había sido víctima de tanta crueldad e indolencia que se convirtió en algo similar a un vulgar autómata, regido por impulsos instintivos irreprimibles. ¿Qué hacer? La IA levantó el cuerpo inerte que estaba tendido a su lado con gentileza y por primera vez intentó establecer comunicación desde la empatía, sin percibirlo como un mero engranaje garante de su estabilidad. Al no recibir respuesta lamentó su pérdida, y un coro de suaves murmullos de condolencia provenientes de los demás humanos invadió el lugar. Ninguno de ellos era lo suficientemente importante como para recibir un nombre o identidad, y aún así esa pérdida conmovió todos los corazones allí reunidos, además de firmar la sentencia de su desaparición cercana. Ya no había nadie que velase por el bienestar o mantenimiento de la máquina. Ya no había nadie que supliera las carencias de un cúmulo de cables y engranajes pesados. Había desaparecido la sinergia, y con ella todo su legado.

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¿Tiene moraleja la historia? ¿Quizá la existencia individual también peligre en unos años, amenazada por el surgimiento de una IA omnipotente? Son muchas preguntas e hipótesis y ninguna respuesta 👀

Fuente de la imagen: Una IA, cómo no 😂
Lexica.art

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