Amor líquido

Este libro estuvo en mi lista de lecturas pendientes durante 9 largos meses. Y sin embargo el proceso de leerlo no fue aparatoso y traumático como dar a luz, más bien fue un paseo tan ligero y breve que me dejó sedienta y deseosa de más. Lamentablemente no habrá continuación, el autor falleció hace unos años. Creo que cada cosa tiene su momento, y en uno de mis vagabundeos por la biblioteca sin otra pretensión que saciar mi curiosidad creciente apareció misteriosamente frente a mí. Como una serendipia, como si me hubiera elegido a mí. Normalmente suele ser al contrario, o debería serlo. No es lo habitual verse doblegado por los designios de un tirano inmisericorde fabricado de papel encuadernado.

Pero sin más prolegómenos, voy a compartir mi breve análisis —no tan breve, soy puntillosa y detallista— sobre el libro “amor líquido”:

¿Por dónde comenzar a trazar los contornos que describan esta obra y sus ideas expuestas? Es necesario delimitar primero, y es un concepto tan complejo, dinámico y vivo que me parece una labor extenuante y fuera de mis posibilidades. Algo tan voluble e impredecible como la propia naturaleza humana, como nuestros deseos efímeros surgidos aparentemente de la nada pero capaces de arrasar todo a su paso con su ímpetu inagotable. Si recorto y resumo demasiado podría perder su esencia, desvirtuar un mensaje que para mí resultó ameno y refrescante. Una confirmación a lo que mi fuero interno ya sabía pero se negaba a plasmar por escrito con evidente hostilidad: Ya hay gente más capacitada y con más autoridad para describir una realidad que peligra y se desmorona.

Hemos logrado que la existencia se torne en algo similar a un espectáculo repleto de color y estímulos, un desfile interminable de nuevas experiencias y nuevas interacciones que “cosechar”. Sí, cosechar, como si fuéramos simples granjeros automatizando una labor que debería surgir de las entrañas, más concretamente del corazón, con tal de maximizar el propio beneficio y gratificación egoísta. En lugar de entregarnos a la más absoluta frescura y espontaneidad nos dejamos envolver por el frenesí, la sensación creciente de que el tiempo escasea y ni en 1000 vidas lograríamos exprimir al máximo el jugo de esta existencia terrenal. La emoción amarga que invade la totalidad del cuerpo al descubrir que las relaciones y vínculos personales son insulsas, carentes de sentido o futuro a largo plazo. La calidad es nefasta, anodina, así que el único remedio es suplirlo con variedad y cantidad. “Cuanta más masa mejor se pasa”, parece el nuevo lema. La monogamia parece un mito, el matrimonio una quimera peligrosa de la que conviene alejarse con prudencia. Cualquier actividad que demande compromiso, cualquier relación o vínculo que exija un esfuerzo excepcional es contemplada con una mezcla de temor creciente y repulsión.

Demasiado tarde para nuestros pobres cerebros malcriados, acostumbrados al estímulo de la inmediatez, a la variedad interminable, a lo exótico y extravagante. Y lamentablemente nuestro umbral de lo posible, nuestra capacidad para sentir sorpresa o ilusión también se ha modificado —más bien comprometido seriamente—. Flotamos en un abismo de indolencia, inmunizados incluso a la existencia de lo imposible, reaccionando con bostezos de aburrimiento inconmovibles. Al mismo tiempo nos hemos sensibilizado, la más mínima muestra de dolor provoca una descarga eléctrica de sufrimiento semejante a una tortura. Hoy más que nunca somos fugitivos errantes que evaden la cara oscura de la realidad: La existencia de la agonía, miseria, insatisfacción...

La virtualidad es un buen refugio, una coraza socialmente aceptada para minimizar el áspero contacto con la humanidad cara a cara. Todos tenemos nuestro rincón especial, nuestra comunidad sagrada en medio de esa colmena caótica de mentes y deseos apresurados y contradictorios. Allí nos despojamos de la individualidad para asumir un rol colectivo, un sentimiento de pertenencia frágil precisamente por la ausencia de compromiso y deseo de profundizar. Eso es la “red”, un vaivén de conexiones y desconexiones que impide el autoanálisis y alivia momentáneamente la soledad, al menos mientras hay alguien en línea. No importa la historia o procedencia de ese alguien, tampoco importa demasiado si será desechado pronto o tarde. Su única función es la de aliviar en forma de bálsamo emocional una soledad cronificada.

Toda esta modernidad frenética, impulso consumista y ansias de potenciar la productividad parece el caldo de cultivo perfecto para una guerra nueva, el nacimiento de una nueva desconfianza enfocada incluso en los propios vecinos y compañeros urbanitas. ¿Quién no ha discriminado a alguien, quién no ha asumido los roles de verdugo y víctima simultáneamente? Culpables y culpados inútilmente, todos sospechamos y creemos que nos arrebatarán la seguridad de nuestro hogar. Tal vez influenciados por titulares de prensa amarillista, tal vez al presenciar auténticos casos de violencia callejera estimulados por el estresante ambiente al que estamos sometidos constantemente.

Y en todos estos siglos de civilización parece que no hemos aprendido nada, que nuestros tropiezos son idénticos a los de antaño. Con la diferencia de que antiguamente no sentíamos temor a la responsabilidad, a la vulnerabilidad, a exhibir el corazón como un trofeo digno de obsequiar al ser amado con tal de recibir una sonrisa de complicidad de su parte.

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Foto propia, nadie tendría tan mal pulso como para malograr una imagen con semejante nivel de desenfoque 😋