Contexto: Al fin llegó el tan ansiado fin de semana de relax con mantita —mejor desdeñar la mantita por el calor infernal que hace, digno de ilustrar las calamidades del infierno de Dante—. Me dispongo a mirar algún material audiovisual de dudosa calidad en mi recién estrenada cuenta de Amazon prime mientras degusto unos deliciosos Doritos con su característico sabor industrial acartonado. Deslizo la pantalla con mi dedo observando con atención las distintas opciones durante unos minutos que se me antojan interminables, cuando finalmente... Encontré un documental que podría ser interesante. Se titula como esta publicación y es de 2016. ¿Realmente los documentales tienen alguna funcionalidad además de entretener al espectador con imágenes impactantes y coloridas? Pronto lo descubriría.
Cautivó mi atención el recorrido por Chernobyl y la periferia de Pripyat 30 años después del terrible desastre nuclear, y la locura de la gente. ¿Por qué hay gente que elige voluntariamente visitar un lugar donde pueden ser irradiados y podría repercutir negativamente en su salud? ¿Por qué triunfa el turismo negro a pesar de ser tan arriesgado? Pero más importante aún: ¿Qué sabor tiene un café en Chernobyl? ¿La radiación lo dota de algún matiz ajeno al paladar del común de los mortales?
En un lugar devastado, con árboles y vegetación plagada de mutaciones y callosidades extrañas, completamente aislado de lo que vulgarmente conocemos como “civilización”, aún persistían algunas familias que retornaron a sus hogares a pesar de la evacuación. Entrevistaron a una de ellas y me sorprendió el valor de regresar clandestinamente a su hogar a pesar de las prohibiciones y el riesgo inherente para la salud. Era gente sencilla, demacrada por el tiempo pero sin perder el ímpetu por resistir los embates de la vida. En ese momento me pregunté cuál habría sido mi reacción ante un suceso así. Más aún, jugué a trasladar mi conciencia en un ejercicio torpe de empatía a las sensaciones de cualquier refugiado; exiliado forzosamente de su hogar y tierra y sin una promesa de retorno. ¿Qué cosas me llevaría? ¿Cómo afrontaría la dureza de ser abruptamente arrancada de todas mis comodidades, seguridad y enfrentarme obligatoriamente a la incertidumbre de lo desconocido?
Es triste cómo nuestro sistema capitalista a veces despojado de humanidad convierte un accidente o catástrofe en mera atracción turística, desvirtuando toda su trascendencia. ¿Algún día podremos tomarnos las cosas con la seriedad que merecen? ¿O todo se reduce en hacer un acto de presencia e inmortalizar el momento en una foto que se convierta en motivo de orgullo y presunción en redes sociales?
Casi todos los rincones estaban devastados y saqueados: Nada impidió a los ladrones llevarse cualquier objeto militar o de valor, a pesar de la alta dosis de radiación que rápidamente podía convertirse en letal. Algunos paisajes como el interior de una piscina o una antigua aula parecían genuinamente sombríos, desolados, con un nosequé inquietante que producía un efecto de repulsión y fascinación a partes iguales.
Una última pregunta me dejó pensativa: ¿Si tuviera la oportunidad aceptaría ser barista en ese minúsculo café de la ciudad? ¿Por qué? Tal vez el prestigio, la adrenalina de estar en un lugar peligroso y de acceso vetado para la mayoría, la mayor remuneración y experiencia laboral... Quizá lo haría si pudiera, tendré que ensayar mis nociones de ruso y ucraniano por si acaso...
Recomiendo verlo si tienes un pequeño tiempo muerto destinado al ocio y quieres deleitarte con pequeñas dosis informativas aderezadas de entretenimiento visual. No es lo mismo a leer un libro sobre el tema, pero no todo tiene que ser reflexiones sesudas rebosantes de carisma.
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