A veces no somos realmente conscientes de lo que tenemos para ofrecer al mundo. Cada uno de nosotros guarda en su interior algo único, algo que ha sido moldeado por nuestras vivencias, nuestros aprendizajes y la forma en que percibimos la realidad. Ofrecer al mundo lo que somos no significa solo compartir logros o habilidades, sino también nuestra esencia, nuestras perspectivas y el impacto que podemos generar en los demás al ser genuinamente nosotros mismos.
Muchos han crecido creyendo que el valor de una persona se mide en éxitos visibles o en posesiones materiales, pero la realidad es que cada uno de nosotros posee una riqueza mucho más profunda. No se trata de cuán grande sea el título en una oficina o cuánto acumulamos, sino de la autenticidad que logramos expresar y del efecto positivo que podemos tener en quienes nos rodean. Es curioso que la mayoría de las veces no nos demos cuenta del impacto que puede tener una palabra de aliento, una idea compartida o un acto de bondad. Son esos pequeños gestos, tan aparentemente insignificantes, los que verdaderamente pueden hacer una diferencia.
Nos cuesta creer en nosotros mismos a veces, y no es para menos. Vivimos en un mundo lleno de juicios y de expectativas que, sin darnos cuenta, van mermando nuestra confianza. De niños, quizá nos enseñaron límites que parecían inamovibles, frases y creencias que construyeron barreras en nuestra mente, dejándonos con la sensación de que hay caminos que no se pueden tomar, metas que no se deben alcanzar o sueños que son “demasiado grandes”. Sin embargo, la verdad es que cada uno de nosotros tiene algo que nadie más tiene. Ese "algo" es irrepetible, y está ahí esperando ser compartido, ser ofrecido.
No hace falta ser perfecto para aportar valor. Los errores, los aprendizajes, e incluso las heridas de cada experiencia nos dan una visión única del mundo y de la vida misma. A través de nuestras vivencias y la manera en que hemos enfrentado nuestros desafíos, tenemos la capacidad de inspirar a otros, de enseñarles algo nuevo o simplemente de recordarles que no están solos en sus luchas. Tal vez un error nuestro sea una lección valiosa para alguien más, o una palabra sincera nuestra sea lo que otra persona necesita para no rendirse. Así, aquello que tenemos para ofrecer es tan amplio y tan profundo que resulta difícil de medir.
Muchas veces escuchamos decir que “para dar primero debemos tener”, pero, en realidad, todos ya tenemos algo para ofrecer, incluso en nuestra aparente fragilidad. Nuestra capacidad de dar y de ofrecer no se limita a lo tangible; más bien, se expande hacia el ámbito de los valores, las emociones, la compasión, y la solidaridad. Hay quienes tienen una sonrisa fácil que ilumina un mal día, quienes ofrecen su tiempo y escuchan sin juzgar, o aquellos que inspiran con su ejemplo a perseguir sueños. Lo que tenemos para ofrecer no siempre es visible ni tangible, pero es valioso porque es real y viene desde nuestro ser.
Ofrecer al mundo lo que somos no implica dejar de mejorar o conformarnos. Al contrario, significa que cada día podemos añadir algo nuevo a esa oferta, un nuevo aprendizaje, una perspectiva renovada, una mejor versión de nosotros mismos. Esto no es una meta que se logre en un momento, sino un camino que se recorre constantemente. Compartir lo que somos en nuestro proceso de crecimiento es, a su vez, un acto de valentía y de autenticidad, una manera de decir: “aquí estoy, con mis virtudes y mis defectos, y tengo algo que puede enriquecer a otros”.
Así, lo que tenemos para ofrecer al mundo es, en esencia, la mejor versión de nosotros mismos en cada momento.
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