No es bueno solo depender de lo tecnológico, y esto es algo que creo que vale la pena reflexionar en un momento donde parece que todo a nuestro alrededor gira en torno a las pantallas, los dispositivos y las herramientas digitales. La tecnología, con todos sus avances y beneficios, se ha convertido en un pilar fundamental de nuestras vidas, y no hay duda de que nos facilita muchas cosas. Pero la dependencia excesiva de ella, según lo veo, puede ser una trampa que nos aleja de muchas otras dimensiones esenciales de nuestra existencia.
Es probable que, al decir esto, pienses que estoy yendo en contra del progreso o incluso que soy un tanto nostálgico de tiempos pasados. No es el caso. La tecnología es increíble y nos permite lograr cosas que antes eran impensables. Sin embargo, creo que hay algo que estamos dejando de lado en el proceso: nuestra capacidad de conectarnos con el mundo real, de relacionarnos con otras personas de manera profunda y de disfrutar momentos simples sin que una pantalla sea protagonista.
Hace unos días hablaba con alguien sobre cómo antes, cuando no teníamos acceso a tantas herramientas digitales, las personas parecían ser más ingeniosas para resolver problemas. Si algo se rompía, buscábamos la manera de arreglarlo; si queríamos información, la buscábamos en libros o conversábamos con otros para aprender. Hoy en día, si no encontramos una respuesta en internet en cuestión de segundos, sentimos que estamos en un callejón sin salida. Esta facilidad tiene su lado positivo, claro, pero también nos vuelve menos autónomos, menos creativos y más dependientes de un sistema que no siempre está bajo nuestro control.
Y no hablemos solo de lo práctico. Piénsalo: ¿cuántas veces has estado rodeado de personas y, aun así, todos están absortos en sus teléfonos? ¿Cuántas conversaciones hemos perdido porque, en lugar de mirar a quien tenemos enfrente, estamos revisando notificaciones que ni siquiera eran importantes? Esto nos aleja de algo esencial: el contacto humano, el tiempo presente, la verdadera conexión.
No estoy diciendo que debamos abandonar la tecnología, ni mucho menos. Pero creo que deberíamos preguntarnos si le estamos dando más poder del que deberíamos. La tecnología debe ser una herramienta, no el centro de nuestra vida. Y aquí es donde entra esa parte de reflexionar sobre nuestra autonomía, sobre si realmente estamos eligiendo cómo vivir o si estamos dejando que los dispositivos tomen esas decisiones por nosotros.
La vida tiene tanto que ofrecer fuera de lo digital. Hay libros que tocar con nuestras manos, conversaciones que disfrutar sin interrupciones, paisajes que admirar sin necesidad de tomar una foto para subirla a redes sociales. La tecnología no puede replicar la sensación de un abrazo, el sonido del viento entre los árboles, o el sabor de una comida compartida con seres queridos.
Tal vez no nos demos cuenta, pero al depender tanto de lo tecnológico, estamos perdiendo habilidades esenciales como la paciencia, la capacidad de resolver problemas desde cero, o incluso la simple capacidad de aburrirnos, que muchas veces es el punto de partida para ideas brillantes.
Entonces, ¿podemos hacer algo para evitar caer en esa dependencia total? Creo que sí. Dedicar tiempo cada día a desconectar, a estar con nosotros mismos, a observar el mundo sin filtros ni pantallas, es un buen inicio. Porque, al final, la tecnología debería ayudarnos a vivir mejor, no a vivir menos.
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