En la vida, todos somos rápidos para emitir juicios, aunque no siempre lo hacemos de manera consciente. Puede ser un comentario sobre alguien que pasa por la calle, una opinión sobre una decisión que no entendemos, o una crítica sobre algo que simplemente no nos parece correcto. Pero, ¿quiénes somos realmente para juzgar? A veces me pregunto cuántas veces he sido juzgada sin que lo supiera, y cuántas veces he hecho lo mismo con otros sin darme cuenta. Es algo que, si lo pensamos, nos pone a reflexionar sobre el impacto que esto tiene tanto en nosotros como en los demás.
Cuando era más joven, me costaba entender por qué algunas personas tomaban decisiones que a mí me parecían equivocadas. Era fácil criticar desde mi punto de vista limitado, sin considerar que cada persona tiene un contexto, una historia, y una lucha que no conocemos. Me tomó tiempo y varias experiencias duras darme cuenta de que la empatía, más que un valor, es una necesidad para vivir en armonía.
Recuerdo una ocasión en la que alguien muy cercano a mí tomó una decisión que, desde fuera, parecía un error enorme. En ese momento, no lo entendí y me atreví a juzgar, aunque no lo dije en voz alta. Más tarde, cuando tuve la oportunidad de conocer los motivos detrás de su elección, me sentí mal conmigo misma. Había juzgado sin saber, sin ponerme en su lugar, sin intentar comprender. Esa experiencia me enseñó que todos estamos librando nuestras propias batallas, aunque no siempre sean visibles para el resto del mundo.
Es curioso cómo, con el tiempo, uno aprende que juzgar a otros no solo afecta a quienes reciben las críticas, sino también a quien las emite. Juzgar crea una barrera, una desconexión que impide el entendimiento y la compasión. Además, muchas veces, los juicios que hacemos son un reflejo de nuestras propias inseguridades. Es como si al señalar a otros evitáramos mirar hacia dentro y enfrentar lo que no queremos admitir de nosotros mismos.
En más de una ocasión he escuchado la frase “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”. Y aunque puede parecer una enseñanza básica, no siempre es fácil de aplicar. Vivimos en un mundo donde la apariencia, el éxito y las decisiones ajenas están constantemente bajo escrutinio. Pero, ¿cuánto cambiaría nuestra manera de vivir si en lugar de juzgar, nos esforzáramos por comprender?
Últimamente he intentado ser más consciente de esto. No siempre es sencillo, porque a veces los juicios aparecen casi como un reflejo automático. Pero cuando me doy cuenta, trato de detenerme y pensar: “¿Qué haría yo en su lugar? ¿Cómo me sentiría si alguien me juzgara sin saber por lo que estoy pasando?” Este pequeño ejercicio me ha ayudado a ser más compasiva, más abierta, y sobre todo, más en paz conmigo misma.
Si algo he aprendido es que la vida siempre encuentra la manera de enseñarnos a través de nuestras propias experiencias. Así que, si no quieres ser juzgada, empieza por evitar juzgar. No porque tengas miedo de lo que los demás piensen de ti, sino porque elegir la empatía sobre el juicio es una manera de vivir más ligera, más libre y, sobre todo, más humana.
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