Estos días, entre todas las cosas que pasan a mi alrededor, he tenido un espacio para pensar en algo que, aunque parece simple, lleva una profundidad inmensa: el poder de decidir. Es curioso cómo a veces vivimos como si no tuviéramos elección, como si simplemente siguiéramos un camino trazado por otros, sin detenernos a cuestionar si realmente es lo que queremos o lo que necesitamos. Pero la verdad es que siempre tenemos una elección. Puede que no sea fácil o cómoda, pero está ahí, esperando ser tomada.
Decidir no es solo un acto; es un compromiso con uno mismo. Cada decisión, por más pequeña que parezca, construye el tejido de nuestra vida. Desde elegir cómo reaccionamos ante un problema hasta decidir si tomamos ese proyecto que nos da miedo, pero nos emociona al mismo tiempo. Y en este mundo donde parece que todo avanza tan rápido, detenerse a pensar en nuestras elecciones es casi un acto de rebeldía.
A veces, me he encontrado en momentos donde parece que las opciones son limitadas, como si no hubiera un camino diferente al que ya estoy recorriendo. Pero he aprendido algo en esos instantes: muchas veces, no es el camino el que necesita cambiar, sino la manera en que lo miramos. Decidir cómo interpretamos nuestras experiencias puede ser más poderoso que cambiar las circunstancias mismas.
Hace poco, alguien cercano me contó cómo, enfrentando un gran desafío personal, decidió enfocarse en lo que podía controlar. Y eso lo cambió todo. No es que los problemas desaparecieran mágicamente, pero esa decisión le dio una nueva perspectiva, una fuerza interna que quizá no sabía que tenía. Me hizo pensar en cuántas veces me he quedado paralizado, dudando de mi capacidad de decidir, cuando la solución estaba, en cierto modo, en mis manos.
Cada día nos enfrentamos a decisiones. Algunas son pequeñas: ¿qué comeremos hoy? ¿Tomamos el autobús o caminamos? Otras son más grandes y pueden cambiar el curso de nuestra vida. Pero incluso las pequeñas decisiones tienen un impacto acumulativo. Porque cuando decidimos con intención, aunque sea en los detalles más simples, entrenamos ese músculo interno que nos prepara para los grandes momentos.
No digo que siempre sea fácil decidir. Hay elecciones que duelen, que requieren dejar ir algo o alguien. Pero incluso en esos momentos, decidir puede ser un acto liberador. Es un recordatorio de que, aunque no controlemos todo lo que nos pasa, sí podemos controlar cómo respondemos.
Mientras escribo esto, pienso en cuántas veces nos dejamos llevar por la inercia, por el miedo al cambio, por la comodidad de lo conocido. Pero ¿qué pasa si decidimos dar un paso más allá? Si asumimos el poder que tenemos y lo usamos para construir algo que realmente refleje quienes somos.
Así que hoy te invito a reflexionar. Piensa en esas pequeñas y grandes decisiones que forman parte de tu vida. ¿Estás decidiendo lo que realmente te conviene, lo que te hace crecer? Porque, al final, el poder de decidir es también el poder de crear una vida que valga la pena ser vivida. Una vida que sea realmente tuya.
