Las expectativas son parte de nuestra naturaleza como seres humanos. Constantemente esperamos algo, ya sea de nosotros mismos, de las personas que nos rodean o incluso de las circunstancias que vivimos. Sin embargo, muchas veces nos encontramos frente a un muro de frustración porque lo que imaginamos no coincide con la realidad. Esto me lleva a reflexionar sobre la importancia de mantener nuestras expectativas dentro de un marco realista, sin que esto signifique renunciar a nuestros sueños.
Me parece curioso cómo en ciertas etapas de mi vida me he encontrado esperando resultados que, honestamente, no estaban alineados con el esfuerzo que había puesto o con las posibilidades reales del momento. Es como querer recoger frutos de un árbol que apenas empieza a germinar. Con el tiempo, y después de algunos tropiezos, entendí que no se trata de dejar de esperar cosas buenas, sino de ajustar esa expectativa a lo que realmente puede suceder, sin que esto signifique apagar la chispa de la ilusión.
Pensando en esto, me di cuenta de que muchas de las frustraciones que experimentamos nacen no tanto de lo que pasa, sino de lo que nosotros pensamos que debería pasar. Este “debería” nos carga con una presión innecesaria que, si no sabemos gestionar, puede afectarnos emocionalmente. Por ejemplo, esperar que todo salga perfecto en cada proyecto que emprendemos es, en la mayoría de los casos, una receta para la decepción. La perfección no existe, y aceptar eso no nos hace mediocres; nos hace humanos.
También creo que es importante recordar que las expectativas influyen directamente en la forma en que nos relacionamos con los demás. A veces esperamos demasiado de quienes nos rodean, olvidando que ellos también son imperfectos y que, al igual que nosotros, están librando sus propias batallas. Me ha pasado que, al depositar expectativas desproporcionadas en alguien, termino sintiéndome herida cuando no actúa como yo esperaba. Con el tiempo, entendí que muchas de esas decepciones podrían haberse evitado si hubiera sido más consciente de las limitaciones de las personas y más agradecida por lo que sí ofrecían.
En este proceso, también aprendí que tener expectativas realistas no significa conformarse, sino encontrar un equilibrio. Por un lado, debemos reconocer nuestras capacidades y limitaciones, así como las de los demás. Por otro, necesitamos mantener un espacio para la esperanza y la motivación que nos impulse a seguir creciendo. Este equilibrio es delicado, pero vale la pena buscarlo, porque es ahí donde encontramos la paz que nos permite avanzar sin sentirnos constantemente derrotados.
Algo que ha sido fundamental para mí es trabajar en mi flexibilidad mental. Entender que no todo depende de mí, que hay factores externos que pueden alterar los resultados y que eso está bien, me ha ayudado a no perder la calma cuando las cosas no salen como esperaba. Además, he empezado a valorar más el proceso que el resultado, porque al final, lo que realmente deja huella no es lo que logramos, sino cómo lo vivimos.
Con esto quiero terminar diciendo que nuestras expectativas deben ser una brújula, no una jaula. Son una guía que nos ayuda a avanzar, pero deben estar en sintonía con la realidad para que podamos vivir con menos frustración y más plenitud. Al final, la vida no siempre nos da lo que queremos, pero si sabemos mirar con atención, nos dará justo lo que necesitamos para crecer.
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