Hace algunos meses, en medio de una conversación con un viejo amigo, surgió una reflexión que me dejó pensando: “¿Qué hacemos realmente con nuestra vida?”. Esa pregunta parecía sencilla, pero se quedó conmigo como una piedra en el zapato. La vida no se reduce sólo a trabajar, eso lo sabemos, pero ¿cuánto realmente lo practicamos?
Trabajar es necesario, sí. Nos permite pagar las cuentas, cumplir sueños y mantenernos ocupados, pero me he dado cuenta de que muchas veces nos perdemos en esa rutina que parece no tener fin. No sé si les pasa, pero a veces los días se sienten como copias exactas: despertarse, trabajar, llegar a casa, dormir y repetir. Es como si olvidáramos que, mientras estamos inmersos en ese ciclo, la vida también sucede a nuestro alrededor.
Recuerdo haber leído una frase de alguien que decía: “No vives para trabajar; trabajas para vivir”. Suena lógico, pero en la práctica parece un lujo que pocos podemos permitirnos. Sin embargo, creo que no se trata de hacer grandes cambios, sino de empezar a cuestionarnos. ¿Cuánto tiempo dedicamos a lo que realmente nos hace felices? ¿Cuándo fue la última vez que dejamos de lado las obligaciones para disfrutar un momento sencillo, como un atardecer o una conversación sin prisas?
No es fácil cambiar la mentalidad. Muchas veces cargamos con la culpa de sentir que si no estamos siendo productivos, estamos perdiendo el tiempo. Pero, ¿acaso no es también una pérdida dejar que los días pasen sin llenarlos de experiencias que realmente importen?
Hace poco tomé una decisión pequeña, pero significativa: reservarme al menos una tarde a la semana para hacer algo que no esté relacionado con el trabajo. Puede ser algo tan simple como salir a caminar, leer un libro o ver una película que tenía pendiente. Al principio, me sentí extraño, como si estuviera rompiendo alguna regla no escrita, pero pronto me di cuenta de cuánto necesitaba ese espacio. Me ayudó a recordar que la vida tiene más colores que los del monitor de la computadora o las luces de una oficina.
No digo que tengamos que abandonar nuestras responsabilidades; al contrario, es importante cumplirlas, pero también necesitamos aprender a equilibrarlas. Si dejamos que el trabajo sea el centro de todo, corremos el riesgo de llegar al final del camino con las manos llenas de logros profesionales, pero con el corazón vacío de vivencias personales.
Así que, si hoy lees esto y sientes que has estado demasiado tiempo atrapado en la rueda del trabajo, quiero invitarte a detenerte un momento. Piensa en aquello que solía emocionarte, en lo que te hacía sentir vivo antes de que las obligaciones te envolvieran por completo. Tal vez sea pintar, cocinar, pasar tiempo con tus seres queridos o simplemente no hacer nada durante un rato. Sea lo que sea, date permiso para volver a ello.
La vida no se trata sólo de cumplir metas laborales; se trata de encontrar pequeños momentos de felicidad en el día a día. Porque al final, cuando miremos hacia atrás, estoy seguro de que no recordaremos las noches que nos quedamos trabajando tarde, sino las veces que nos reímos a carcajadas, los abrazos sinceros y los instantes que nos hicieron sentir plenamente vivos.
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