La vida tiene una forma curiosa de pasar ante nuestros ojos sin que realmente nos demos cuenta. Muchas veces nos enfocamos tanto en lo que nos falta por hacer, en las metas que aún no alcanzamos, en los planes del futuro, que olvidamos detenernos un momento para mirar atrás y valorar cuánto hemos avanzado. Celebrar nuestros logros, sin importar cuán pequeños parezcan, es una forma poderosa de recordar que cada paso, por sencillo que sea, nos ha traído hasta aquí.
Hace poco reflexionaba sobre esto mientras repasaba mentalmente todo lo que había logrado en los últimos meses. No eran grandes hazañas, al menos no desde una perspectiva externa. Pero para mí, esos logros, esas pequeñas conquistas diarias, eran la evidencia de que estaba avanzando, creciendo, aprendiendo. Y me di cuenta de que, muchas veces, no nos damos el tiempo para celebrar porque pensamos que aún no hemos llegado "lo suficientemente lejos". Es como si siempre estuviera pendiente una aprobación externa, como si nuestros propios logros no fueran válidos hasta que alguien más los reconozca. Pero ¿acaso no basta con que nosotros mismos los valoremos?
Recuerdo una conversación que tuve con un amigo hace tiempo. Me decía que celebrar no siempre tiene que ser algo grandioso, que no hace falta esperar a tener un motivo enorme para sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Puede ser algo tan simple como terminar un libro que llevábamos meses queriendo leer, aprender una nueva habilidad, o incluso lograr levantarnos de la cama en un día particularmente difícil. Cada una de esas pequeñas victorias cuenta. Todas suman.
Celebrar es, en esencia, un acto de gratitud. Gratitud por el esfuerzo que hemos puesto, por las lecciones aprendidas, por las personas que nos han acompañado en el camino. Y aunque parezca algo sencillo, tiene un impacto profundo en nuestra forma de percibir la vida. Nos ayuda a reconectar con lo que realmente importa, a recordarnos que el camino que recorremos, aunque no siempre sea fácil, vale la pena.
El otro día, por ejemplo, decidí celebrar un logro que quizás para otros pasaría desapercibido: logré mantener una rutina de ejercicios por más de un mes. No fue algo fácil para mí, pero cuando lo conseguí, me sentí increíblemente bien. No hice una gran fiesta ni nada por el estilo. Simplemente me permití disfrutar ese momento, darme un respiro, reconocer mi propio esfuerzo. Y esa pequeña celebración me motivó aún más para seguir adelante.
Creo que muchas veces evitamos celebrar porque pensamos que es un acto egoísta o innecesario. Pero, en realidad, es todo lo contrario. Cuando celebramos, estamos reconociendo nuestra humanidad, nuestra capacidad de avanzar a pesar de los tropiezos. Nos recordamos que somos merecedores de nuestros propios aplausos, que no necesitamos la validación de nadie más para sentirnos bien con lo que hemos logrado.
La vida no siempre es fácil, y quizás nunca lo será del todo. Pero cada logro, por pequeño que sea, es un recordatorio de nuestra fuerza, de nuestra capacidad para crecer. Así que, si estás leyendo esto, tómate un momento para pensar en tus propias victorias. Haz una pausa, respira, y celébralas. Porque cada paso que das, cada obstáculo que superas, es digno de reconocimiento. Y, sobre todo, es digno de ti.
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