Aítana llora bailando

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Aítana llora bailando

Aítana se mira en el espejo y lo que ve no le gusta. Sus compañeras del bar le han dicho que se ve vieja, cansada y ojerosa. Sus creencias arrogantes dicen que debe hacerse unos retoques: "Tal vez inyectarte los labios, las cejas, los pómulos, Aítana". En cambio ella solo mira en su rostro huellas cruciales de su vida, tan rica en aventuras como pródiga en tragedias. Cada arruga, cada mancha, cada imperfeccción habla de la vida: de sus vínculos, de sus sentimientos, desde los más cotidianos, hasta los más trascendentes.
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Luego está Agustín, su novio desde hace siglos, que cada vez que puede se lo dice: "Ya no eres la joven de la que me enamoré". Y Aítana lo mira y Agustín también ha cambiado. No solo es su incipiente calvicie, su abultada barriga de cervecero, su manía insoportable de comerse las uñas o la nueva idea de ser vegano; también es su falta de afecto, de palabras tiernas, de abrazos sin motivos. Sin embargo Aítana calla, respira hondo y desafía la crueldad de las palabras con una sonrisa.
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En el trabajo tampoco es diferente. Su cuerpo va de mesa en mesa, cruzando umbrales malolientes, respirando aires impuros: las propinas también han disminuido, así como su belleza. Sin embargo, Aítana entrega sonrisas de alimento a los clientes, que vienen de paisajes heridos con sus miradas precarias, labios afilados, palabras puñales que abren la piel con cada grito: "Traéme otra cerveza, vieja", "Múevete, que es pa' ahorita, no pa' mañana", dicen y lanzan las carcajadas como un escupitajo pestilente.
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Desde hace rato el espejo es un enemigo: su tarea es mostrarle a Aítana la erosión del tiempo. Los ojos de Agustín también son un bloque de hielo cuando la miran. Pero Aítana también le sonríe al espejo, como le sonríe a Agustín. Ella camina entre las mesas bailando, en mitad de la jauría, en mitad del huracán de críticas, con sus desgastadas turgencias, mientras un captus le crece dentro del cuerpo.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS.