El niño y su dibujo
Esteban se acomodó en un asiento desocupado que daba al pasillo. Al lado de él, junto a la ventana, estaba una pareja y un niño. Miró inquieto su reloj de pulsera. La reunión era a las 2:30 de la tarde y el tren estaba retrasado: debía haber salido a las 10 de la mañana y estaba saliendo a las 12 del mediodía. Eran 2 horas de viaje, recordó nuevamente nervioso. Con suerte, estaría llegando a tiempo. El tren se puso en marcha y él se ocupó en leer unos documentos que traía en su maletín de mano para tratar de calmarse.
No llevaba 20 minutos de viaje cuando escuchó que la pareja a su lado discutía. Con el rabillo del ojo miró al hombre que hablaba en un tono amenazante: era un hombre mayor, de cabello canoso y de buen vestir. Sus cejas se arqueaban en señal de ironía y enfado. La mujer a su lado era más joven que él, aunque no tanto y permanecía callada con la cara gacha, mirando sus manos pálidas y huesudas.
Esteban recordó las múltiples peleas con Sandra, su esposa. Sus obligaciones, las largas horas en el trabajo hacían que cada día se abriera un abismo entre él y ella. Desde hacía meses atrás, pasaban pocas horas juntos, y cuando lograban reunirse, cualquier cosa hacía que riñeran. De hecho, Sandra había hablado de divorciarse, pero él le había recordado que estaba Sarita, la hija de ambos, de 5 años. Con esa excusa, habían logrado mantener a raya el conflicto.
Ese recuerdo, hizo que Esteban buscara con la mirada al niño que venía con la pareja que discutía. El niño se había tirado en el pasillo y hacía un dibujo. Esteban lo vio con curiosidad porque el niño parecía estar entretenido haciendo algunos trazos.
─¿Qué haces? –preguntó Esteban intentando que el niño no escuchara a sus padres.
─Estoy haciendo un barco y el mar –respondió el niño sonriente sacando unos creyones de su caja de cartón. Los colores estaban gastados y tenían la punta gruesa, tal vez de tantos dibujos, de tanto uso.
─¿Te gustan los barcos y el mar? ¿Conoces el mar? –preguntó Esteban intentando parecer entusiasmado.
─Nunca he visitado el mar, pero mi papá me dijo que me llevaría. Cuando sea grande seré un pirata y voy a viajar en un barco por todo el mundo –apuntó el niño mientras dibujaba con el amarillo un sol sonriente.
Al lado de Esteban, la pareja seguía discutiendo. Él estuvo tentado a recriminarle, hacerles ver que cerca de ellos estaba el niño y que tal vez podría escucharlos, pero no se sintió con moral para hacerlo. Sandra y él habían discutido tanto, en cualquier parte, por cualquier cosa, que en ese instante Esteban se estaba preguntando si alguna vez Sarita lo habría escuchado. Le dio mucha tristeza pensar que su hija los hubiese escuchado discutir.
─¿El mar de qué color es? -preguntó el niño de repente sacando a Esteban de sus pensamientos.
─Azul. Pero de varios tonos de azules: claros, oscuros, intensos –explicó Esteban, pero el niño lo miró como si no lo entendiera. Luego tomó su caja de creyones y sacó dos lápices de colores azules.
─Solo tengo estos dos. ¿Cuál utilizo? ¿El del cielo? –preguntó el niño con los colores en las manitas.
─Sí, usa el del cielo –señaló Esteban con una sonrisa. El niño comenzó a rellenar toda la parte baja de la página con azul. Las líneas iban y venía, también círculos y a medida que el color cobraba espacio, el rostro del niño se iba iluminando. Cuando terminó con el mar, empezó a colorear la parte alta de la hoja intentando no estropear el sol sonriente que ya antes había dibujado.
Al finalizar de colorear, el niño le enseñó a Esteban su dibujo con orgullo.
─¡Está perfecto! –exclamó Esteban con alegría. El niño se levantó con el dibujo en la mano y fue a donde estaban sus padres a enseñárselo. El hombre y la mujer lo aplaudieron y lo abrazaron, también lo felicitaron por lo que había hecho. Esteban vio cómo el hombre se sentaba en su regazo al niño y sonreía escuchándolo. En ese momento, por lo visto, el hombre y la mujer habían terminado de discutir.
Esteban suspiró y miró la hora: el tiempo había volado y ya estaban a punto de llegar a su destino. Llegaría a tiempo a la reunión, pero ahora Esteban pensaba qué tan prudente sería viajar tanto. Tal vez él y Sandra deberían encontrarse más, compartir más, discutir menos. Mientras bajaba del tren y miraba a la pareja con su niño, pensó que tendría que hablar con Sandra y que a Sarita le compraría una caja de creyones para que dibujara mares y cielos azules, con soles sonrientes todos los días.
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