Magdalena
Nada más perfecto en mi vida, para aquel entonces, cuando las cosas alrededor eran adornos. Preciosas decoraciones que solo tocaba con los ojos. Como por ejemplo, la fuente en forma de cono ubicada en la plazoleta que encendía luces poco antes de las seis. Y yo, sentado en la banca oía la catarata, y yo, ensimismado, veía el titilar. Cual terapia de relajación, escribía versos recostado en el césped. Leía poemas de Edgar Allan Poe, sentía caer las finísimas gotas de rocío que humedecían mi cara. Eran como cada letra entrelazando el amor, la aventura y la alegría, acercándoles a mi mundo, como presagio.
Hasta que conocí a Magdalena. Todo signo de belleza contenía aquella perfectible humanidad. La obra de dios hecha cuerpo de mujer. La sensibilidad absoluta, el rasgo más emotivo sobre la comprensión de las cosas, tomando cada detalle de la vida como un motivo de franca integridad y misericordia. Algunos seres nacen para ayudar de otros. Se ocupan de llenar sus vidas y hacerles despertar, colman el espacio con su noble presencia, con hechos, formas auténticas de amar. En ocasiones, parecieran almas gemelas que se buscan y se encuentran o que simplemente la vida los une, para poderse complementar. En otros casos, la persona ideal es como karma, redimiendo el pecado o resarciendo el daño que se haya podido llegar a causar. También he escuchado de amores platónicos, tan fuertes, como lazo inquebrantable unidos ante cualquier adversidad. Así, magdalena, fue para mí un envío del cielo. Un ángel llegado como plegaria que no pude rechazar. Tan perfecta, como mi antigua vida en solitario, tan dócil y sensible, casi intocable, casi una lágrima andante hecha persona, que todavía me pregunto: ¿Cuál fue la misión que vino a cumplir en mí?, donde siendo yo un soñador innato, en busca de plenitud, fui elegido por aquel ángel; ser maravilloso, único y por demás extraño, a quién solo pude tocar con mis ojos y ver con mis manos, porque al más mínimo contacto, desconsoladamente, magdalena se ponía a llorar.
Escuché decir una vez que los nombres marcan a las personas, pero así mismo, de acuerdo a mi lógico pensar, no creí nunca, que algo que no fuera de origen humano, pueda llegar a tener poder sobre otro humano. Y los nombres son solo tildes, grafemas, puntos, caracteres inanimados del alfabeto, que nada tienen que ver con generación de influencias o marcas creadoras de predestinación; o tumultuosos paradigmas supersticiosos a los que se deba temer, ni menos aun que puedan llegar a coaccionar a alguien. Pero Magdalena, magdalena, parecía ser una huella de nostalgia olvidada en la empedrada calle de los penitentes. Nacida y crecida en el peor de los escenarios de súplica y redención. Parecía hija de la melancolía y el postigo de los lamentos. El llanto magdaleno, ni siquiera, una jauría de lobos aullándole a la luna llena, lo lograrían entender. Sirena de un buque en altamar proyectado hacia el horizonte, alarma de ambulancia en plena acción de rescate. Tratar de controlar su pena era imposible, solo una simple palmada en la espalda, con la intención de brindarle apoyo moral, era el equivalente a varias horas del más profundo dolor. Creo que nunca llegué a ver, en mis años de vida, tantas lágrimas salidas de un par de ojos como los de magdalena, cual grifo al que se le han roto sus empacaduras, cual represa desbordada sobre una ciudad, dejándola sumergida entretanto no cesara su mar de lágrimas.
En aquella plaza la conocí. Luego de leer aquel versado completo titulado: "A Elena", de E. A. Poe. Fui tan profundamente inspirado en su lírica, que soñé un sueño. Un sueño de esos, como revelación, cuando estando despierto te echas a volar y sientes como el mismo personaje descrito en la estanza, cobra vida en tí y te hace parte de la saga. Estando en la plazoleta fontana, me sentí constituido de la más pura pasión y quise ser como el mismo sueño. Quise reencarnar al amante apasionado y ser el héroe de alguna doncella que estuviera por venir. Acostumbrado siempre a vivir en soledad, en mis días más perfectos como de leyenda, nunca creí que motivado a la intensidad de los versos de "Poe" acabaría, ahora, con mi corazón apresurado queriendo encontrar el romance, o tan siquiera, experimentar por vez primera lo que era tener una novia a quien poder abrazar. Sin notar, detuve por un momento la lectura y recostado en las gramíneas, me sentí tan realmente solo, luego de leer:
Te vi a punto.
Era una noche de Julio,
noche tibia y perfumada,
noche diáfana…
De la luna plena límpida,
límpida como tu alma,
descendían
sobre el parque adormecido
gráciles velos de plata.
(A Elena, E. A. Poe)
Tuve que interrumpir la lectura. Nunca pensé que fuera el amor, el deseo desbordado que atenuaba mi corazón renuente y lo hacía pedir a gritos, más como una súplica, que como una real convicción. Más que como capricho, como inefable ruego. Ahora, mirando al cielo, estuve demandando a voz propia al mismísimo universo que me mandara una novia a quien querer y así poner fin a mis días de soledad. Le pedí entre versos como una oración, que me dejara ver más allá de lo evidente o que me diera en aquel mismo momento, una señal salida de su magnificencia y de aquel cielo abierto frente a mí.
Ruego escuchado a prontitud, cuando sentada en la banqueta, Magdalena, estaba llorando desconsolada, perfecta, intachable mujer. Justo a las seis de la tarde cuando encendieron las luces de la fuente e irradiando las dos cataratas, una de magdalena y otra de la fontana, prometiendo inundar mi vida con el más puro amor que tanto yo esperaba.