Fuente
Esa noche, como la de todos los miércoles, Guillermo toca ligeramente la puerta del que una vez fue un kiosco de venta de periódicos, desde adentro le abre Catherine, ansiosa por recibir a su amante y por probar el contenido envuelto en pequeñas bolas de papel aluminio.
Una vez cerrada la puerta, encienden un pequeño bombillo que, con su luz tenue, le da al recinto un ambiente romántico y placentero.
Guillermo destapa una vianda con un poco de comida que ha obtenido en un restaurant y pasa a compartirla con su amante.
Entre bocado y uno que otro trago de ron barato, Catherine prepara la pipa para recrearse en su mundo de fantasmas.
Una vez concluida la cena, las manos de ambos empiezan el juego de recorrerse por toda la geografía de sus cuerpos, caricias sutiles que propician el ir dejando a un lado las prendas de vestir para zambullirse entre periódicos y cartones que les brindan la comodidad necesaria y, pasar a los besos y ligeros mordiscos desde el cuello hasta los pies, haciendo énfasis en las entrepiernas, sitios donde ambos deliran y confluyen en el paroxismo.
La piel, marchita y tostada, se revitaliza con el contacto hirviente y compacto entre dos mitades que se transforman en una sola.
Catherine, de rodillas le da la espalda a Guillermo para ser embestida mientras se agarra con fuerza de una de las paredes de latón del kiosco.
Sus gemidos forman un coro que se confunde con el de la jauría de gatos que se acercan de igual manera para saciar sus instintos básicos de reproducción, más allá del dolor y el frío de la noche.
El cubil vibra cuando Catherine presta su cuerpo para aliviar la sed de pasión que trae su compañero, ese que tarda una semana en hacer los preparativos para que la noche de los miércoles sea única y especial, un espacio en la agenda que nada ni nadie podría modificar.
Las garras de la gata se incrustan en la piel del macho, cierra sus ojos mientras suplica el incremento de sus vaivenes.
El bombillo pierde brillo, dejando a la pareja que, aún a oscuras, saben de memoria un libreto, donde paso a paso, se compenetran en la búsqueda del tan anhelado clímax, de escasos segundos, pero suficientes para motivarlos a recorrer las calles y subsistir de los desperdicios de una ciudad indolente.
Ahí están esos instantes, con sólo traerlos a la mente, una bocanada de aire puro impregna sus pulmones y les da un segundo impulso a su rutina.
Guillermo disfruta al máximo su momento, sabe que el tiempo expira.
En su estrato, son pocas las mujeres que deciden tomar la vida de las calles en comparación con los hombres y algo que si aprenden es a compartir, el alcohol, la comida y las mujeres, todos bienes escasos.
Tres toques a la puerta le advierte el fin de la velada.
Al salir, una turba vagabundos esperan con sus respectivos envoltorios.
Ser el primero tiene sus beneficios mientras que para ella ese día le recompensan y aplaca su ninfomanía.
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