Foto original de: Pexels | Francesca Zama
Con la camisa arrugada, la corbata suelta, los ojos entrecerrados y ligeramente despeinado Jorge se bajó de su auto. Hacía un par de horas que había terminado su jornada laboral y por fin estaba de regreso en su hogar. El día en el trabajo fue fuerte, como la mayoría de los días. La clara obvia expresión de cansancio en el rostro era evidencia de ello.
Suspiró lentamente, sin ánimos de pensar en más oficio por esa tarde, apagó el vehículo y abrió la puerta principal de la casa. Al instante olfateó el intenso olor a café que impregnaba los pasillos de la casa. Respiró profundo, como si pudiera saborear la amarga bebida con solo olerla, y anunció su llegada:
— Gaby, ya llegué —dijo con un tono de voz ahogado.
No recibió respuesta, sin embargo esto no le extrañó, Gaby acostumbraba a quedarse en el patio posterior de la casa a escuchar música y rara vez se percataba de los ruidos provenientes del mundo exterior. Él, en el trayecto por el pasillo, observó por un minuto un cuadro que reposaba colgado en la blanca pared, contenía una foto de su boda. Apreció la imagen en detalle y palpó el cuadro con sus callosos dedos.
Caminó hasta el patio trasero, pero no la encontró ahí. Gaby no estaba donde solía, sin embargo una revista yacía sobre la mesa con una taza de café vacía y el radio sonaba a todo volumen. «¿Dónde se habrá metido esa chica?» se preguntó Jorge en la mente.
—¡Gaby! —llamó con más estruendo que en la ocasión anterior, pero con el mismo resultado: silencio total.
No sabía por qué exactamente, pero comenzaba a preocuparse; Gaby no acostumbraba a salir de casa sin decirle, sin dejar al menos una nota. Prosiguió con la búsqueda por toda la vivienda, comenzaba a sentir cómo el corazón se le aceleraba, las manos le sudaban y los labios se le secaban a medida que entraba en cada habitación y solo hallaba objetos inanimados.
El hombre, ya cerca del estado de pánico, caminó hasta el pasillo nuevamente para tomar el teléfono y llamar a la policía. Marcó los primeros dos dígitos del número telefónico mientras pensaba lo peor sobre el paradero de su hija. De pronto escuchó, en forma de un susurro tan leve que solo el más atento de los oídos podría haberlo percibido, la voz de Gaby llamándolo: «papá» dijo tres veces.
Volteó la mirada otra vez hacia el patio trasero y ahí estaba Gaby, sentada como cada tarde leyendo su revista y tomando café. Él se acercó hasta la mesa donde ella leía concentrada. La chica levantó la mirada hacia su padre le saludó y preguntó: «¿Por qué llegaste tan tarde hoy?» con una sonrisa de oreja a oreja. «Cosas del oficio, mi niña» respondió él y la abrazó, sintiéndose por fin en paz.
Una sensación de paz alucinada porque allí no había nadie. Jorge no llegó en ningún auto, décadas atrás revocaron su licencia, no hay aroma a café que impregne los pasillos, solo musgo y humedad; las blancas paredes hoy lucen un color grisáceo que evidencia el abandono de la propiedad y su hija, su niña, el amor por quien habría dado su vida, falleció hace muchos años. Pero aquel hombre, viejo y solitario, se ahogaba a diario en la feliz ignorancia que le permitió sobrellevar la realidad.
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