Desperté con el sonido de la alarma. Me vestí y velozmente corrí hacia la sala de armas.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Apresúrense, maldita sea! —gritaba el Sargento McEloy en la entrada.

Entré y tomé mi equipamiento estándar. Entonces escuché que otro soldado preguntó:

—¿Señor, qué ocurre allá afuera?

—No lo sé, hijo —respondió McEloy, claramente preocupado, pude verlo en su expresión—, pero no es nada bueno —añadió.

Me acomodé el casco y unos lentes de sol que mi cuñado me regaló el año pasado, y me quedé de pie ahí, a la expectativa, aguardando por nuevas ordenes.

—¡Soldados! —gritó el sargento— ¡Al puerto de salida, ya!

La tensión en el puerto era casi palpable, hice una broma sobre cortarla con un cuchillo, nadie rio. Los escuadrones, uno tras otro, abordaron sus respectivas aeronaves rumbo a una misión desconocida.

—Que Dios nos libre —murmuró el sargento justo a mi lado.

—No sabía que fuese un hombre de fe, sargento —dije.

—No lo soy —aseguró—, pero necesitaremos toda la ayuda posible.

Subí al Chinook. Todo el mundo adentro hablaba; conversaban, más bien se cuestionaban sobre qué pasaba ahí afuera y qué tan grave tendría que ser como para movilizar a tantos de nosotros hasta dónde sea que nos estuviesen llevando. Yo no pronuncié ni una palabra. Me quedé en total silencio. Tenía un mal presentimiento.

Observé la foto de mi hija y recordé todos los buenos momentos que viví con ella, después pensé en todos los que me perdí. Respiré hondo y, por ventana, observé el horizonte. En ese momento no lo sabía, pero habíamos recibido la invitación a una guerra como ninguna otra.

XXX

¡Gracias por leerme!