El brillar de la hoz
Me levanté de la cama y a tientas, caminé. Esa luz plata que abatía la plena oscuridad filtrándose por las hendijas de la rala cortina, entró en mi recámara. Me hizo andar a rastras, encandilado, por la costumbre a mi lóbrego aposento. Su reflejo parecían hojas de metal buscando cercenar mi sombra, definiendo pasadizos que me guiaban hacia el umbral de la ventana, hasta el ciego dintel inferior de la celosía.
Ahí, estuve apoyado por largo rato con miedo a correr el paño, miedo a rotar la romanilla. Asiendo un tanto el viejo dosel agujereado que uso de colgante y asomado sigilosamente en una de sus perforaciones, miré hacia el jardín, quedando cautivo por el claro de luna producido entre las gramíneas y el lindante circular de hierro forjado con coronas de flechas afiladas que circunvalan el rosal.
Grité a la nada:
“Eres acaso el espectro de la muerte, que luego de tu fracasado primer intento vienes por una tregua, interrumpiendo mi sueño y enmarcando la paz de mi humilde morada con el brillo de tu hoz...”
Había escuchado decir que la muerte nos vigila calladamente en nuestros momentos más vulnerables esperando que la fragilidad del pensamiento, pueda llegar a doblegar nuestro afán por vivir, dando tiempo así, a que tengamos algún pensamiento tosco u obstinado comportamiento, donde poder ella entrar y acabarnos con una escueta propuesta de auto abandono.
Una vez, conocí a un hombre que hundido en sus problemas existenciales estuvo largo tiempo sin poder conciliar el sueño, tomando pequeñas dosis de pastillas para dormir, pasaba toda la noche asomado en la ventana de su habitación, diciendo a todos que, esa mujer que le rondaba, ya pronto vendría por él.
“Permaneceré despierto porque la muerte acecha y es como una luz cegadora circundando las tinieblas…”, él solía decir.
Fue tildado de loco en su manía por el desvelo y la pernoctación. Aferrado al podio del tragaluz, por semanas, aquel joven al final optó por encerrarse en el sótano huyendo de su locura. Buscando algo más oscuro que la misma noche, donde no pudiera entrar la muerte y el brillo de la hoz.
Aun durante el día, insistió en permanecer encerrado en el freático, acompañado solo de su frasco de pastillas, una guitarra electro acústica y un poster del ángel errático colgado en la pared. Se dedicó a cantar en solitario y a huir de la muerte, se encerró en su mundo oscuro, hasta que mermara la acechanza de la fémina con el flamante brillo en su hoja de metal.
“Me levanté de la cama y a tientas, caminé. Esa luz plata que abatía la plena oscuridad, filtrándose por las hendijas de la rala cortina entró en mi recámara…”
He pasado algún tiempo con un sentimiento de culpa, al cual no le encuentro total explicación. Es una culpa ajena, donde solo por tratar de ayudar a alguien, tal vez, le acerqué a la perdición. Logré llamar a la muerte, haciendo que colara su ruin intención de obrar sobre una mente débil y confusa. No sé si en realidad, de algún modo, ésto implica mi anterior proceder. De ser así, no sé si algún día tendré que pagar esta culposa pena que aun recuerdo...
Hoy recuerdo la historia de aquél joven, aturdido por su presentimiento y su estado aislado. Él cubrió de color mate todo a su alrededor, contrastes opacos sin brillo, hasta la melodía que entonaba en la guitarra era melancólica y desteñida... Se había propuesto burlar a la muerte y alejar a como diera lugar su síntoma amparado en la luz de la luna.
También recordé, cuando años más tarde, recibí la llamada telefónica diciendo que le habrían encontrado con las cuerdas niqueladas de la guitarra amarradas al cuello posado en genuflexión frente al afiche de su estrella de bandas de rock favorito, sin vida, producto de la inmolación. Estaba colgado frente a la hendija de aireación del sótano, única entrada de luz, existente en la parte superior de la puerta.
¡No podía creerlo!, después de tanto tiempo, me parecía irónica aquella versión. Aquel hombre a quién yo mismo le hube enseñado a tocar la guitarra para darle una razón a la cual atenerse y no terminar de enloquecer por completo. Una razón para que dejara ceder la superstición de su arruinado pensamiento. Incluso, fui yo quién le regaló aquel frasco de pastillas, las mismas pastillas que uso para combatir el insomnio que desde siempre me aqueja. Ese mismo insomnio, que ahora me mantiene asomado en la ventana con el llamado de la luna noche, como cuál hoz que se cuela en mi habitación oscura. Entre las cortinas con tapasol, las paredes negras y vitrales sin matiz donde nunca podría entrar un solo rayo de luz.
Mientras, sigo atraído por la cegadora hoja de metal que al principio me despertó, de una forma extraña con insinuación caigo rendido, es aun mayor mi fijación, perdidamente cautivo en el claro de luna.
Y miro por el agujero en la cortina; el jardín, las gramíneas y el lindante circular de hierro forjado con coronas de flechas afiladas...
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