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Una banana pegada en la pared con cinta adhesiva se convirtió en una de las obras más comentadas del arte contemporáneo. La pieza, titulada Comedian y creada por el italiano Maurizio Cattelan, nos enfrenta a una pregunta crucial: ¿qué es el arte y qué determina su valor? Según la visión de quienes aplauden la idea, aunque simple en apariencia, esta obra trasciende su materialidad para convertirse en un objeto simbólico, un espejo que refleja tanto la trivialidad como la profundidad de nuestras percepciones culturales, pero para la gran mayoría, incluso para los mismos críticos expertos en arte, esta creación, que fue subastada por 6 millones de dólares, aparte de convertirse en el alimento del fundador de la criptomoneda Tron (Justin Sun), se trata de un plan en donde no existe ni la más mínima posibilidad de técnicas del arte abstracto o vanguardista.
Para muchos, el arte contemporáneo ha encontrado en lo cotidiano un lenguaje para cuestionar las jerarquías tradicionales, es así que una banana, un alimento perecedero y común, adquiere un nuevo significado cuando se saca de contexto y se presenta como arte. Al enmarcar algo tan ordinario en un espacio que históricamente ha glorificado lo extraordinario, Cattelan obliga al espectador a repensar lo que considera valioso, sin embargo, su simplicidad ha sido objeto de burla y crítica, especialmente por parte de expertos que ven en la obra un símbolo del vacío conceptual, la humillación o la banalización de los verdaderos maestros, tal es el caso de un conocido crítico de arte y artista plástico, Antonio García Villarán, quien hasta ha concebido el concepto de «hamparte» para explicar que aquello que algunos llaman arte, en realidad no lo es.
Pero más allá de las críticas, la obra Comedian también señala la mercantilización, ya que su alto precio, a pesar de su fragilidad física, refleja cómo el arte contemporáneo está ligado al poder del nombre, la marca, el dinero y el capital simbólico. No se trata solo de una banana, se trata de Maurizio Cattelan y del público dispuesto a pagar por una idea encapsulada en un objeto tan efímero. Esta obra pone incómodamente sobre la mesa el carácter performativo del arte: no es solo el objeto lo que importa, sino el acto de su presentación y la reacción que este provoca y es justamente en esa incomodidad, en ese debate encendido que despierta en cada espectador, en donde realmente radica su valor, creo que tal vez, más que una burla, es un recordatorio de que el arte siempre ha sido un espacio de experimentación, de cuestionamiento y, a veces, hasta de provocación.
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El arte siempre adolece una disyuntiva que jamás tendrá fin: la tensión entre el concepto de calidad y gusto personal, porque ha sido un debate constante en todas las formas de arte y en la vida misma. A menudo, lo que alguien considera de calidad está influido por cánones culturales, históricos o técnicos, mientras que el gusto personal responde a emociones, experiencias y contextos individuales, sin embargo, esta disyuntiva no siempre es tan clara como parece. ¿Quién, aparte de un curador, determina lo que tiene calidad para fijar un precio en pujas de subastas? ¿Es posible que el gusto personal trascienda lo subjetivo y se convierta en un criterio legítimo de valoración por parte de un curador profesional?
La calidad suele asociarse con parámetros objetivos: la destreza técnica, la originalidad, la profundidad conceptual, sin embargo, esos mismos parámetros son moldeados por el tiempo y las convenciones sociales, ya que una obra que en su época fue despreciada, con el tiempo puede ser reconocida como una obra maestra, como ocurrió con artistas como Van Gogh o movimientos como el impresionismo. Esto demuestra que los estándares de calidad no son universales ni estáticos, sino que evolucionan con el cambio de perspectivas culturales que incluso señalan o resaltan temas que la sociedad condena como poco éticos.
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El gusto personal, por otro lado, es visceral, inmediato, y a menudo desestima la validación externa porque se centra en eso: en el gusto, uno que está arraigado en lo que toca nuestras emociones, lo que resuena con nuestras historias y valores, pero este gusto no está exento de críticas porque muchas veces es tachado de superficial o ingenuo, de falto de sentido común y hasta como mal gusto, como si fuera menos legítimo que los juicios basados en la técnica o la erudición, sin embargo, ¿acaso no es el arte también una experiencia profundamente subjetiva que puede mostrarse a mundo a manera de un caleidoscopio?
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Estos dilemas en cuanto al arte, me llevan a otra disyuntiva también importante: la eterna disputa entre el intelectualismo basado en el estudio y el antiintelectualismo basado en las preferencias personales. El intelectualismo es una corriente que privilegia la razón como la fuente principal del conocimiento y la verdad, ha dejado una huella profunda en la historia de la humanidad porque desde los antiguos filósofos griegos hasta los pensadores modernos, esta idea ha sido la base sobre la cual se ha construido gran parte del progreso cultural, científico y social. Es fascinante pensar cómo la humanidad ha buscado, una y otra vez, respuestas a través de la lógica y la reflexión, dejando de lado los impulsos más básicos para elevarse hacia una comprensión más amplia del universo y de sí mismos.
El fundamento del intelectualismo se encuentra en la capacidad del ser humano para razonar. Sócrates, por ejemplo, no buscaba respuestas simples, sino preguntas complejas que incitaran a la introspección. Platón lo llevó más allá con su mundo de las ideas, donde la verdad absoluta existía como un ideal al que aspirar. Aristóteles, por su parte, nos dejó una metodología para analizar el mundo a través de la observación y la lógica. Este legado no se limitó a la filosofía; la ciencia, las artes y hasta los sistemas políticos han bebido de este enfoque que antepone el pensamiento crítico a las emociones o los dogmas.
A lo largo de los siglos, esta búsqueda racional ha tenido altibajos, por ejemplo, en el Renacimiento, se redescubrieron los textos clásicos y se exaltó la capacidad humana para comprender y transformar el mundo. En la Ilustración, se consolidó la idea de que el conocimiento podía ser el faro que guiara a la humanidad hacia el progreso, sin embargo, el siglo XX nos enseñó que el exceso de razón, desconectada de la empatía y la ética, puede conducir a resultados desastrosos, como los totalitarismos que intentaron justificar sus crímenes en nombre de ideologías supuestamente racionales.
En la vida cotidiana, el intelectualismo puede parecer algo abstracto, reservado para académicos y eruditos, pero está presente en cada decisión que tomamos con base en la reflexión y no en el impulso porque se manifiesta cuando cuestionamos lo que vemos en las noticias, cuando decidimos aprender algo nuevo, cuando buscamos entender una perspectiva diferente a la nuestra, cuando leemos antes de usar, votar o dar el visto bueno. Es la capacidad de detenernos un momento para pensar antes de actuar, de valorar el conocimiento como una herramienta para mejorar nuestras vidas y las de quienes nos rodean.
No obstante, es importante recordar que el intelectualismo no es un fin en sí mismo porque no basta con acumular conocimientos o desarrollar teorías, ya que el desafío está en aplicar ese saber de manera práctica y significativa porque de nada sirve entender la complejidad del mundo si no usamos esa comprensión para hacerlo más justo, más equitativo, más humano.
Es aquí donde el corazón debe encontrarse con la mente, donde la razón debe dialogar con la sensibilidad, para dar lugar a un equilibrio que nos permita no solo pensar mejor, sino también vivir mejor en un planeta que está lleno de ruido y distracciones que requiere que tengamos pausas y profundidad porque no solo debemos estar llenos de respuestas fáciles, lecturas superfluas y pensamientos de tres palabras y poco elaborados que aparentemente nos quitan tiempo y que por su fugacidad pueden ser vías tentadoras.
El antiintelectualismo moderno es una reacción tan compleja como inevitable en un mundo que avanza rápidamente hacia la sobreinformación, nace del deseo por pelear con el clásico intelectualismo y su raíz no es reciente, sino que ha germinado desde hace siglos en aquellos momentos donde el conocimiento parecía más una herramienta de poder que un camino hacia la verdad, sin embargo, hoy en día parece más visible y más contundente, como una sombra que crece al mismo ritmo que la tecnología y los medios masivos de comunicación.
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Es curioso observar cómo este fenómeno ha surgido en un momento en el que el acceso al conocimiento nunca ha sido tan democrático. Cualquier persona con un dispositivo puede acceder a ideas que antes estaban reservadas para unos pocos privilegiados, pero esa misma abundancia de información ha traído consigo una paradoja: lo fácil que es ignorar los matices, el contexto y la profundidad para pasar al lado de la trivialidad en un mar de datos superficiales, lo inmediato y lo simple que han ganado terreno, haciendo que muchos vean el pensamiento crítico y la erudición como algo innecesariamente complicado, incluso elitista e innecesario.
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El antiintelectualismo se alimenta de la desconexión entre el conocimiento especializado y las experiencias cotidianas. Es fácil desconfiar de los expertos cuando sus palabras parecen lejanas, frías, o incluso desconectadas de las necesidades reales de la mayoría. A esto se suma la frustración con estructuras sociales y políticas que, para muchos, han usado el saber como una forma de exclusión en lugar de inclusión. En este contexto, el escepticismo hacia la academia, la ciencia y la reflexión profunda no es solo una postura, sino una respuesta emocional a un sistema que se percibe como distante o inaccesible.
En la vida cotidiana, este rechazo se cuela de maneras sutiles y, a veces, devastadoras porque está basado en el desprecio hacia los libros "difíciles", en la burla hacia quienes buscan explicaciones complejas, o en la tendencia a consumir contenido que refuerza prejuicios en lugar de cuestionarlos. También se refleja en el auge de las teorías conspirativas, donde la duda razonable se convierte en una desconfianza radical hacia cualquier figura de autoridad intelectual y en este ambiente, lo viral tiene más valor que lo verdadero, y lo que "suena bien" supera a lo que está respaldado por evidencias.
Para los lectores, esta atmósfera influye profundamente en cómo se percibe la literatura y el conocimiento en general. El placer de explorar ideas difíciles, de perderse en textos que exigen paciencia y esfuerzo, parece en retroceso frente a la inmediatez de lo ligero y entretenido. No es que lo accesible sea inherentemente malo, pero cuando se rechaza lo profundo por considerarlo pretencioso, se pierde algo esencial: la posibilidad de ampliar horizontes, de cuestionar el mundo y a nosotros mismos cuando nos ponemos binoculares que son neutrales.
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El antiintelectualismo moderno, sin embargo, no es una amenaza, sino un espejo porque nos obliga a preguntarnos cómo hacer que el conocimiento sea más inclusivo, cómo tender puentes entre el saber y el sentir, cómo devolverle al intelecto su propósito humano y no solo técnico. No basta con lamentar su presencia o condenarlo porque el reto está en enfrentar las razones que lo alimentan y buscar maneras de combatirlo sin caer en la arrogancia o el desprecio, por eso, considero que el verdadero antídoto esté en recordar que la sabiduría no está solo en los libros ni en los títulos, sino también en las experiencias compartidas, en el diálogo y en la humildad de saber que siempre hay algo más por aprender.
Debemos estar claros en algo: el antiintelectualismo no es un rechazo al conocimiento en sí, sino a la desconexión entre quienes lo poseen y quienes sienten que no tienen acceso a él. La respuesta, entonces, no está en cerrarse más, sino en abrir la mente mucho mejor. En su artículo "El Culto a la Ignorancia", Isaac Asimov aborda el antiintelectualismo con una claridad inquietante, describiéndolo como una corriente arraigada en la cultura estadounidense, pero aplicable a muchos contextos globales.
Según Asimov, el antiintelectualismo es esa postura que glorifica la ignorancia y desprecia el conocimiento, disfrazando esta actitud de una supuesta defensa de la igualdad. En sus palabras, se resume en la idea de que "mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento", una declaración que encapsula no solo una falta de interés por aprender, sino una resistencia activa hacia el pensamiento crítico y el saber.
Asimov no se limita a criticar la ignorancia en sí misma; lo que realmente le preocupa es el culto que se le rinde y esta veneración por el desconocimiento no nace del vacío, sino de un malentendido de los ideales democráticos. Para él, la democracia garantiza que todos tengan el mismo derecho a opinar, pero no implica que todas las opiniones tengan el mismo peso o valor, especialmente en cuestiones que demandan conocimientos especializados, sin embargo, en la práctica, esta distinción se desdibuja y se rechaza la autoridad intelectual creando un terreno fértil para la desinformación y el populismo que suele interpretar lo que escucha o ve a través del espejo de la experiencia.
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Lo que hace al antiintelectualismo tan peligroso, según Asimov, es su capacidad de perpetuarse. Al despreciar el conocimiento, se minimiza la importancia de la educación y se priorizan las opiniones populares sobre los hechos. Esto no solo afecta la política o la ciencia, sino que penetra en todos los aspectos de la sociedad, desde la toma de decisiones cotidianas hasta la manera en que se percibe el mundo. El resultado es una cultura que celebra la superficialidad y desconfía de cualquier forma de reflexión profunda. Él reconoce que esta tendencia tiene raíces históricas y culturales, pero también advierte que, en un mundo cada vez más complejo, este rechazo al conocimiento no es solo un problema, sino una amenaza.
A pesar de su crítica, Asimov no escribe desde el desprecio, sino desde la preocupación porque su objetivo no es ridiculizar a quienes caen en esta actitud, sino alertar sobre sus consecuencias y la necesidad urgente de reivindicar el valor del conocimiento. Para él, la única manera de combatir el antiintelectualismo es a través de la educación, no solo en términos académicos, sino también en la promoción de una cultura que valore la curiosidad, el pensamiento crítico y el aprendizaje continuo, por eso su mensaje es claro: no podemos permitirnos celebrar la ignorancia en un entorno que requiere, más que nunca, la sabiduría colectiva para sobrevivir.
El equilibrio entre el intelectualismo y el antiintelectualismo no es un punto fijo, sino una balanza constante que refleja las tensiones humanas entre la razón y la experiencia, entre el conocimiento técnico y la sabiduría popular. Ambos extremos, por separado, pueden ser peligrosos: el intelectualismo desenfrenado puede convertirse en elitismo, una torre de marfil donde las ideas dejan de estar conectadas con las necesidades reales de las personas. El antiintelectualismo, por otro lado, puede llevarnos a rechazar los avances y las herramientas que nos permiten enfrentar los desafíos de nuestro tiempo. Encontrar el balance adecuado es, quizás, uno de los retos más difíciles y necesarios de cualquier lugar del planeta.
El intelectualismo aporta profundidad, cuestiona lo establecido, busca explicaciones complejas y fundamentadas. Nos recuerda que el progreso no es automático y que las soluciones fáciles casi nunca son las mejores, pero este enfoque tiene sus riesgos porque puede volverse excluyente, utilizar un lenguaje inaccesible o perderse en debates interminables que no conducen a una acción concreta. Para mí, y creo que para muchos más, cuando el conocimiento se convierte en un privilegio de unos pocos, deja de cumplir su función de transformar vidas que forman el cubo rubik llamado sociedad.
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El antiintelectualismo, en contraste, pone sobre la mesa la importancia de las experiencias cotidianas, de lo práctico, de lo que resuena con las necesidades inmediatas de las personas. Hay sabiduría en la intuición y en la simplicidad, en valorar las emociones y la conexión humana por encima de los análisis fríos, sin embargo, este enfoque también tiene límites porque despreciar la complejidad puede conducirnos a decisiones impulsivas, soluciones mal fundamentadas y, en el peor de los casos, al rechazo de verdades incómodas, pero necesarias.
El verdadero equilibrio surge cuando ambos enfoques se encuentran, cuando el conocimiento se aplica con empatía y la experiencia cotidiana se enriquece con una reflexión más profunda. No se trata de elegir entre la razón y la emoción, sino de permitir que ambas dialoguen y se complementen. Es reconocer que, aunque los expertos tienen un papel crucial, no tienen todas las respuestas, es también entender que, aunque la sabiduría popular es valiosa, no debe ser un escudo para evitar aprender y crecer.
Este equilibrio se refleja en decisiones pequeñas pero significativas: escuchar tanto a quienes tienen estudios como a quienes tienen vivencias; cuestionar las verdades absolutas, pero sin caer en el escepticismo destructivo; valorar el aprendizaje continuo sin olvidar la importancia del sentido común. Es un recordatorio de que, al final, el conocimiento no tiene valor si no está al servicio del bienestar colectivo, y que las emociones pierden fuerza si no se guían por una comprensión más amplia de las cosas.
El desafío está en mantener este balance en un mundo que tiende a los extremos. Requiere humildad para aceptar que siempre podemos aprender algo nuevo y valentía para reconocer que no siempre sabemos cómo aplicar ese conocimiento de manera justa y efectiva. Lo más importante es recordar que la búsqueda del equilibrio no es un destino, sino un camino, uno que vale la pena recorrer con la mente abierta, obviamente no al punto de ocasionar un big bang cerebral
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El intelectualismo y el antiintelectualismo, más que simples corrientes de pensamiento, son percepciones influidas por contextos. Al igual que los parámetros que evalúan la calidad frente al gusto personal, estas posturas se alimentan de juicios subjetivos y objetivos que no siempre se distinguen con claridad. Ambas tienen su base en cómo las personas entienden el conocimiento, el poder y la experiencia, pero también en cómo esos conceptos encajan en sus propias realidades.
El intelectualismo puede parecer un parámetro objetivo, similar a los estándares de calidad. Busca rigor, fundamentación y profundidad. En este sentido, actúa como una vara que mide el valor de las ideas según su lógica, evidencia o coherencia, sin embargo, lo que se considera "intelectual" o de alta calidad también está sujeto a sesgos y preferencias culturales. Por ejemplo, lo que una sociedad valora como erudición puede ser percibido en otra como inaccesible o irrelevante.
El antiintelectualismo, en cambio, tiene paralelismos con los gustos personales. Tiende a valorar lo inmediato, lo intuitivo, lo que resuena emocionalmente con las personas. Lo que no significa que carezca de valor; muchas veces, lo que se desprecia como "simple" o "popular" encierra verdades y necesidades genuinas que los parámetros más rígidos del intelecto suelen ignorar, sin embargo, al igual que el gusto, el antiintelectualismo puede caer en lo arbitrario, rechazando aquello que no entiende o percibe como una amenaza a su identidad o valores.
Cuando se analizan estas corrientes desde la perspectiva de calidad versus gusto personal, surge una verdad incómoda: no son mutuamente excluyentes. Lo que para unos es un ejemplo de intelecto refinado, para otros puede ser pretensión vacía, y lo que para algunos es un gusto común y sencillo, para otros puede ser una expresión genuina de sabiduría práctica. Este choque no es un defecto, sino una prueba de la diversidad de perspectivas humanas.
Tanto el intelectualismo como el antiintelectualismo son más que percepciones, reflejos de cómo nos relacionamos con el mundo y con los demás, por eso, la clave está en reconocer que ninguno tiene el monopolio de la verdad. La calidad puede coexistir con el gusto personal, así como el conocimiento puede dialogar con la intuición. Lo importante es no encasillar una postura como superior a la otra, sino buscar puntos de encuentro donde ambos enfoques puedan enriquecerse mutuamente y ofrecer una comprensión más completa de lo que significa vivir y aprender.
Valorar la calidad sin desdeñar el impacto que algo puede tener en nuestro ser. Reconocer que una pieza técnicamente perfecta puede no emocionarnos, mientras que algo aparentemente simple puede movernos hasta las lágrimas. Esta tensión no es un problema a resolver, sino un recordatorio de la complejidad de la mente humana, la cual, abre un espacio donde lo objetivo y lo subjetivo coexisten en constante transformación.
Creo que hasta aquí llegaré con mi reflexión personal el día de hoy. Gracias por acompañarme en la lectura de principio a fin. Quiera mi Amo, Creador y Sustentador permitirnos a mi esposo y a mí compartir con ustedes en una nueva oportunidad que se nos otorgue la vida.
Un fuerte abrazo y que tengan un excelente fin de semana, con paz por todo rincón.
Atte,
La familia RebeJumper / The RebeJumper family ©
Todo en la vida es un equilibrio perfecto, pero depende de nosotros llevarlo a ese nivel porque, aunque de mentes y creencias diversas, la historia de la humanidad nos cuenta que cuando nos unimos dejando de lado cualquier dogma que se contrapone, podemos llegar a consensos y también al equilibrio y la armonía.
En la universidad tenía que ser intelectual la mayor parte del tiempo porque mi vista estaba centrada en el estudio, en los libros, en alcanzar una meta que me llevara a ver mi sueño hecho realidad. En mi trabajo tenía y tengo que ser intelectual porque no puedo basarme en la experiencia nada más, sino seguir las órdenes que los médicos nos dejan. En casa dejo el intelectualismo de lado, pero tampoco es que me meto de lleno en el antiintelectualismo porque sí lo considero tóxico si no se mezcla con otros compuestos.
El antiintelectualismo contemporáneo lo veo pernicioso porque intenta destacar cómo las opiniones basadas en preferencias personales prevalecen sobre el conocimiento hasta científicamente fundamentado, ejemplo de esto es lo que pasa con los terraplanistas. Considero que esta postura es peligrosa cuando ya forma bulos incluso en cuanto a la religión, haciendo que la gente se enferme hasta psicológicamente.
Ahora, un problema del intelectualismo es que muchas veces quien más sabe, más orgulloso se vuelve, esto también ocasiona el desprecio y, aunque no se dan cuenta, también llega a producirse cierto tipo de elitismo y clasismo que intenta disgregar a los grupos que no están interesados en la lectura, en el arte, en la música, etc.
Estoy de acuerdo contigo en que necesitamos en esta ocasión también del equilibrio para que las fuerzas sean una y nuestras emociones y comportamientos no se desbalanceen porque a la larga también nuestra conducta se ve afectada.
Muy completo el tema que nos planteas en esta ocasión, mi Rebe querida porque hasta hablaste como introducción sobre un tema que no tenía mucho conocimiento acerca del arte y ese banano pegado en la pared con cinta que, en lo personal, aunque no entienda mucho de trazos, pinturas y arte, hay que reconocer que eso no me transmite nada, ni mofa por la ridiculez que ese artista plástico presentó y que por cosas de la vida el creador de Tron lo compró en 6 millones de dólares para comérselo en un instante. Hay veces que como seres humanos queremos vivir ciertas experiencias hasta culinarias, pero esto no tiene nada de especial, sino que raya en lo ridículo.
Saludos y un abrazote para ti, para el doctor Benjamín y para toda la familia que los acompaña. Que tengas un lindo fin de semana y que Dios los bendiga grandemente 🤗🤗
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