Fotografía propia.
Recuerdo que hace algunos años atrás, mi esposo y yo viajamos a Colombia por una invitación de matrimonio en la que nos pidieron ser los padrinos. La pareja que se casaba por lo religioso eran muy amigos nuestros, vecinos del conjunto de departamentos en el que vivíamos mi marido y yo el primer tiempo de casados. Ambos estaban casados por lo civil, no tenían hijos todavía, y emigraron al país cafetero cuando una oportunidad que no podía desperdiciar se presentó para ella.
En la boda la pasamos de maravilla, conociendo un poco más la cultura colombiana, su comida, sus creencias, sus costumbres, su música, este último punto fue crucial para mi esposo porque, aunque finge no saber nada sobre baile, en esta ocasión no podía hacerles el desaire a los presentes y tuvo que aventurarse a soltar los pies al son de la cumbia: uno de los estilos favoritos de la novia... es que todavía recuerdo una de las canciones de ese mix tan pegajoso cuando el DJ hizo que todos los invitados nos pusiéramos a mover el esqueleto.
Me acuerdo tanto de esa canción porque mis pensamientos se vuelcan hacia el mar, a ese asiento de curiosidades que cuando lo miras fijamente puede responderte; que cuando te sumerges en él, se lleva los sinsabores para dejarte los placeres del perdón, la paz y el bienestar integral.
Llegaron las felicitaciones, la comida, los recuerdos, el sorteo del ramo, las fotos, las palabras, pero también un tiempo al que llamaron "hora feliz" porque eso fue lo que les dijeron los organizadores de bodas cuando la pareja contrató sus servicios integrales.
Fue esa parte divertida del evento que se sacudió de la etiqueta y el protocolo porque la solemnidad queda atrás y se abrió paso al compañerismo y varios símbolos de sinceridad expresada en risas, bailes, concursos y las anécdotas que surgieron espontáneamente. Para nosotros fue una especie de respiro en donde las expectativas se relajaron y pudimos disfrutar de la compañía de nuestros amigos de una manera distinta, al punto de que el vestido y el peinado ya no se sentían tan apretados y cualquier nerviosismo o tensión se desvanecía entre las ideas, la integración y la música.
Recuerdo que, en medio de los cocteles, las conversaciones se volvían más profundas, pues los invitados compartían sus experiencias y consejos sobre el matrimonio, algunos con seriedad y otros con humor, recordando sus propios errores y aciertos. Esos momentos nos dejaron lecciones valiosas, pequeñas perlas de sabiduría que quizá no habríamos escuchado en otro contexto, incluso hubo confesiones sorprendentes, como la del hermano del novio, quien nos contó que estuvo a punto de cancelar su boda hace unos años por una mascota.
Entre las fotos que tomamos, algunas de las más bellas no fueron las formales, sino que capturaron instantes en donde las personas estaban siendo ellas mismas sin necesidad de impulsores como el alcohol. La hora feliz nos dejó esa sensación cálida de haber compartido algo auténtico con quienes apreciamos, también, un eco que perdura y le da aún más valor a los recuerdos cuando mi esposo y yo miramos retratos y postales de ese día.
Esa experiencia me dejó un entendimiento más claro acerca de lo que significaba el término “hora feliz”, el cual, trasciende su concepto moderno de un par de horas de descuentos en bebidas, cotilleo y risas fáciles. Al pensar en la historia de la humanidad, "hora feliz" se convierte en algo mucho más versátil e interesante, como si se tratara de una especie de tregua en el trajín cotidiano. Representa esos momentos suspendidos en donde sin importar la época o el lugar las personas se reúnen para compartir, para sonreír y para recordar que detrás de cada lucha diaria, existe la posibilidad de una pausa y una conexión humana auténtica.
En tiempos antiguos, tal vez la “hora feliz” era la noche al final de un día de cosecha, cuando se celebraba con el grupo bajo la luz de la luna, o las cenas en comunidad donde la gente comía alrededor de una fogata, riendo y contándose historias. En aquellos momentos de felicidad genuina nacía entonces un sentimiento de pertenencia que probablemente fue tan significativo y memorable como el trabajo duro que lo precedió. Ese momento era su propia “hora feliz”, el recordatorio de que en la unión y la celebración de lo simple, había algo que valía la pena recordar.
Hoy en día, aunque en muchos sentidos la “hora feliz” puede parecer comercializada, creo que ese anhelo por detenerse y disfrutar de los pequeños instantes de felicidad no ha cambiado. Tal vez una sonrisa compartida, un reencuentro inesperado o una tarde de paz son nuestras nuevas versiones de aquella “hora feliz” que nuestros antepasados también buscaban. En el fondo sigue siendo la misma búsqueda de una conexión humana que nos haga sentir vivos y pertenecientes.
Reflexionar sobre esto me lleva a pensar en cómo en cada época y en cada contexto, el ser humano ha buscado sus pequeños oasis de alegría y significado, y eso es lo que, en mi opinión, significa la “hora feliz” en la historia de la humanidad: una pausa, un respiro y sobre todo un recordatorio de que estamos aquí juntos, compartiendo este viaje que llamamos vida.
La “hora feliz” es también ese momento en que, sin que haya un cumpleaños o una fecha marcada en el calendario, decidimos preparar un postre con nuestras propias manos, se trata de un acto pequeño, pero lleno de intención como la que tuve al hacer una tarta de frutas y crema, la misma que puse de imagen principal de esta publicación porque me encantó el resultado final después de un buen tiempo de trabajo en conjunto.
Tal vez estamos en la cocina mezclando ingredientes con una receta que aprendimos de alguien querido o quizás simplemente estamos improvisando sin más guía que nuestro antojo y nuestras ganas de compartir algo dulce con quienes amamos. Hay una magia especial en eso, en que no haya una razón formal, sino solo el puro deseo de crear algo y de reunirnos, como si esos momentos fueran la verdadera celebración de la vida... lo pude comprobar.
Me gusta pensar que, cuando alguien prepara un postre sin motivo, lo hace porque de alguna manera quiere que esa tarde sea especial, que se convierta en una “hora feliz” para todos quienes lo acompañan, sin necesidad de palabras o de una excusa prominente e importante. Mientras se hornea, el aroma empieza a llenar la casa y sin darnos cuenta ya estamos sonriendo un poco más. Tal vez nos llamamos unos a otros: "¡miren lo que estoy haciendo!" o "¿quieren ayudarme a decorar?", y en ese ir y venir de cucharas, manos limpias, masas, figuras de chocolate, espátulas, cuchillos, peladores de frutas, jarabe simple, crema agria, y sonrisas, el tiempo se detiene un poco, entretanto, nos aleja de lo que pudo perturbarnos en el día.
Por un rato el reloj parece que no importa porque estamos presentes, completos y sin prisas y eso se siente como un lujo, como un regalo que nos hacemos a nosotros mismos y a quienes amamos. Luego, cuando finalmente probamos el primer bocado, todos reunidos en la mesa, el postre no es solo algo dulce que disfrutamos, sino un símbolo de nuestra conexión, una manifestación simple, pero profunda de lo que significa ser familia.
Imagen propia.
No importa si el resultado final quedó perfecto o si a lo mejor se quemó un poco en las orillas porque el verdadero sabor está en el esfuerzo compartido y en ese momento íntimo en el que todos estamos ahí, compartiendo algo que no tiene precio ni justificación más allá de nuestra propia felicidad.
Estoy convencida que más que embriagarnos con copas bañadas de lo etílico en que puede convertirse el rakı, el arak, el vodka y vishnik, conseguimos una "hora feliz" con solo aumentar laa buena disposición porque añadimos relatos de ese fuerte vínculo, de esa hermandad, consanguinidad y familiaridad que nos une. Sé que muchos parámetros más nos sumergen a todos en el comedor, en aquel desborde controlado y cronometrado que brinda un recipiente de espiritual que nos recuerdan episodios vivenciales en una rueda de la unanimidad y solaz.
En fin…
La “hora feliz” también es esa sobremesa sin grandes decoraciones, sin mesas de lujo ni luces especiales porque se transforman en pequeños gestos que se quedan, las miradas que se cruzan y el amor en cada degustación que nos recuerda que la alegría verdadera no necesita eventos, sino simplemente querer estar juntos en medio de dulces y la sencillez del corazón.
Imagen propia.
Hasta aquí llegaré con esta introspección y cápsula aparentemente flash. Gracias por acompañarme en la lectura de principio a fin. Quiera mi Amo, Creador y Sustentador, permitirme, permitirnos a mi esposo y a mí compartir con ustedes en una nueva oportunidad.
Que tengan un excelente día, con paz, con salud y bienestar por todo rincón.
Atte,
La familia RebeJumper ©
Hi, Ardiloba, 🦊
Creo que las familias deberíamos reunirnos de manera continua para estrechar lazos y hacerlos más fuertes, es penoso cuando muchas veces se reúnen solo cuando hay muertos o una disputa de herencia porque no se llegan a entender, no se valoran, no se quieren. Recuerdo cuando fuimos a pasar con ustedes en su casa y nos recibieron como sus huéspedes, la descripción es muy parecida a la vez que nos pusimos a ayudar a Kons con el pedido que tenía que entregar, cómo recuerdo las sobremesas con ustedes y las buenas reflexiones con tu marido el loquero, sé que se dará de nuevo, pero a veces me produce nostalgia porque fueron horas felices.
Gracias por compartir tu experiencia, como siempre, nos gustó y nos causó, no una hora, pero sí minutos de felicidad. Saludos para ti y tu family. Se les quiere y extraña un montón.
Chau, Rebe, Marcela dice que te llamará para que le des la receta de la tarta de frutas.
🐺🐺🐺🐺🐺
Ya le di a Marcela la receta paso a paso 😊
Mi lobo precioso:
Hola, Rebe, me sentí muy honrada que mencionaras a mi país en tu publicación de cápsula flash, no solo porque me enorgullece ser colombiana, porque me encanta escuchar, cantar y bailar la cumbia o porque también esta canción de Gabriel Romero en compañía del inconfundible Alberto Barros es una oda a la vida del pescador, a las ventajas de la subienda que trae muchos peces al río o también al mar... es prácticamente un festival sincrético que incluye a la virgen de la Candelaria en varios sitios del departamento de Magdalena, cuya capital es conocida por las playas tan hermosas que tiene, de los peces más conocidos está el bocachico, es una delicia bien frito, con titoté, patacones, un curtido de tomates, con cebollas coloradas y picante sumergidos en una buena cantidad de limón 😋
Recuerdo que en la noise app algunos nos pusimos a escribir publicaciones acerca de los matrimonios, como un tipo de dinámica, justamente lo recordé por lo que leí aquí cuando fuiste invitada con tu esposo a una boda en Colombia. Eso de la hora feliz es común en las bodas, es un tiempo se centra en la informalidad poco antes de terminarse el evento, por lo menos, a las bodas que he asistido así se maneja, yo he visto mucha diversidad en eso, creo que hasta globos y máscaras se ponen los invitados mientras se realiza algún concurso como el del baile de la silla.
Es cierto lo que nos escribes, amiga mía, no hace falta tanta pomposidad, tanto formalismo, no es necesaria una fecha especial para que la hora feliz aparezca en la vida de hogar, hace falta nada más que unidad, amor, empatía, ingredientes que los podemos obtener si mostramos un corazón dispuesto a dar, a entregarse y también a recibir.
Qué linda experiencia que viviste con tu familia al preparar una tarta, lo retrataste todo tan bonito que por eso también creo que las fotos que nos compartes muestran un trabajo bien logrado que debió estar exquisito sin lugar a dudas. Creo que mañana iré a una panadería que conozco y compraré una tarta como la de las imágenes porque se me antojó un pecadillo dulce.
Disfruté mucho de esta cápsula flash, Rebe, gracias de verdad incluso por los recuerdos que adicionaste. Saludos y un abrazo para ti, para el doctor Benjamín y para todos quienes los acompañan día a día.
Dios los bendiga grandemente 🤗🤗
Me diste clases en este comentario, espero que hayas comprado la tarta en la pastelería y hayas cometido un pecadillo dulce 😋
Mi preciosa Hilary:
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