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VERSIÓN ESPAÑOL:
¿Cómo va la gente de Blurt?
Les aúllo el chisme por el que seguro vienen a leer a mi cueva de meditación:
Había un chico en la universidad al que todos, conociéndolo o no, lo llamaban “El Pájaro Loco”.
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Ese apodo no tenía nada que ver con algo entrañable o gracioso, sino que se trataba de un mote cruel, lleno de risas burlonas y basado en su complexión delgada y la forma de su nariz... él era muy reservado y retraído, era muy educado, aunque tuviera una sonrisa que por supuesto era fingida, estudiaba Ingeniería como yo, pero en otro curso, y recuerdo que en una ocasión le acepté las disculpas al chocar conmigo ya que por un despiste me hizo tirar la maleta y unos planos. Algunas personas que vieron la escena comenzaron a decirle que no sabía volar, pero él, con la educación que lo caracterizaba, se quedó callado, solo miró al suelo y siguió caminando. Esa imagen se quedó grabada en mi mente como una fotografía: la espalda encorvada, las manos apretadas, los pasos rápidos, como si quisiera desaparecer en medio de la vergüenza que sentía.
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Volviendo a mi casa, me di cuenta de algo que me hizo sentir un nudo en el estómago porque yo también lo había llamado "El Pájaro Loco" en un par de ocasiones, no con la intención de burlarme, pero sí con la misma ligereza que con la que los demás lo hacían. Ese nudo en el estómago fue un llamado a la conciencia porque nunca había pensado en cómo él podría sentirse, debido a que los apodos en la cultura mexicana son parte del ambiente, se trata de una costumbre colectiva que nadie cuestiona y que más bien tacha de "generación de cristales" a las personas que se resienten e intentan hacer valer sus derechos para que se las trate con respeto porque no están dispuestas a tolerar atropellos.
Nunca supe que él vivía cerca de donde mis padres tienen su casa, pero me enteré de esto cuando me subí al mismo bus en el que él iba a la universidad y como estaba lleno, típico del transporte a nivel mundial llevarnos como sardinas, el güey me cedió el asiento porque en ese tiempo yo tenía fracturado el brazo izquierdo. Le agradecí el gesto y me armé de valor para preguntarle su nombre... "Rodrigo", me respondió con una mirada triste y con una voz tan baja que casi tuve que ponerme de pie para escuchar.
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Esa fue la primera vez que realmente lo vi como una persona y no como “El Pájaro Loco”, así que a partir de ese momento, decidí llamarlo por su nombre, aunque los demás seguían usando el apodo. Con el tiempo, Rodrigo se convirtió en uno de mis mejores amigos, creo que en el mejor de los confidentes, uno de mis más fieles clientes cuando me compraba algún "chuche" que yo solía vender, al mostrarme una personalidad brillante que había estado escondida bajo la sombra de aquel ridículo mote.
Ese pequeño cambio, esa decisión de llamarlo "Rodrigo" no cambió el mundo, pero sí supe que había marcado una diferencia, al menos para él y para mí hasta cuando nos íbamos a tomar un vaso de clamato heladito en una hueca que encontramos juntos. Aprendí que los apodos, por más inocentes que parezcan, pueden ser dagas que se clavan en la autoestima de una persona, ya que detrás de cada nombre hay una historia, una identidad, un ser humano que merece respeto.
Los apodos tienen un poder incluido, son como una especie de magia silenciosa que puede unir o separar a las personas. Desde los rincones más íntimos del hogar hasta los espacios más públicos como escuelas y oficinas, los apodos surgen casi siempre de la necesidad de nombrar algo que parece escapar a los nombres formales. A veces son un juego, un reflejo de cercanía, de cariño, o incluso de admiración.
Sin embargo, otros apodos son una marca que carga un peso más difícil de ignorar, especialmente cuando lo que pretende ser gracioso hiere sin intención, o peor aún, con toda la intención del mundo. Es fascinante pensar en cómo los apodos nacen de detalles mínimos: una peculiaridad física, un rasgo de personalidad, una anécdota que quedó grabada en la memoria colectiva. De pequeños, suelen ser tiernos, casi inofensivos, en la relación de pareja suelen ser románticos y hasta más picantes que chile habanero, sin embargo, en otras instancias las palabras, aunque breves, empiezan a tener filos y muchas veces, los apodos cargan con el peso de los prejuicios, de las etiquetas que la sociedad ha decidido pegar en nuestras frentes por el apellido, la contextura del cuerpo o el color de la piel, y ahí es donde comienzan las batallas silenciosas, esas en las que intentamos decidir si ignoramos, confrontamos o simplemente aceptamos el apodo, como si fuera un segundo nombre que nunca elegimos.
Algunos apodos logran trascender lo negativo, se vuelven una identidad alterna, algo que el portador lleva con orgullo porque trasciende la burla o la crítica, otros, en cambio, dejan heridas que tardan años en sanar, si es que alguna vez lo hacen. Los apodos pueden ser crueles recordatorios de las inseguridades que intentamos ocultar y también una excusa para que alguien más ejerza poder sobre nosotros, sin embargo, son inevitables. En cada cultura, en cada rincón del mundo, los apodos persisten como una forma de interactuar que revela tanto de quien los da como de quien los recibe.
La clave está en el contexto, ya que un apodo en boca de un amigo querido puede ser un tesoro, un símbolo de confianza, una rara manera de cariño sincero, pero en un espacio hostil, la misma palabra puede ser un misil, por eso, elegir qué decimos, cómo lo decimos y cuándo lo decimos, es un acto más importante de lo que parece. Sabemos que las palabras tienen peso y aunque un apodo parezca liviano su carga emocional puede ser enorme porque los apodos tienden a ser más que espejos al reflejar cómo vemos a los demás, pero también cómo nos ven a nosotros, quizá por eso vale la pena preguntarnos qué historias estamos escribiendo cuando llamamos a alguien de una manera distinta a su nombre porque entre el juego y el juicio, entre la risa y la herida, se escribe algo más profundo: la historia de nuestras relaciones con otros seres humanos.
Ahora, cada vez que conozco a alguien, me esfuerzo por recordar su nombre, porque es la forma más simple y poderosa de decir: “Te veo, te reconozco, y mereces ser tratado con dignidad”, y eso es algo que también les inculco a mis hijos porque no basta con evitar burlarse de alguien, sino también se trata de nuestra responsabilidad no perpetuar apodos que hieren, ni siquiera como espectadores porque al final, las palabras tienen el poder de construir o destruir y siempre es mejor elegir construir.
Ya los leo más tarde.
Chau.
ENGLISH VERSION:
How's it going, Blurt folks?
I am telling you the gossip that you are surely coming to read in my meditation cave:
There was a guy in college who everyone, whether they knew him or not, called “Crazy Bird(Woody Woodpecker).”
That nickname had nothing to do with anything endearing or funny, but rather it was a cruel nickname, full of mocking laughter and based on his thin build and the shape of his nose... he was very reserved and withdrawn, he was very polite, although he had a smile that was of course fake, he studied Engineering like me, but in a different course, and I remember that on one occasion I accepted his apologies when he bumped into me because, due to a lapse, he made me drop my suitcase and some plans. Some people who saw the scene began to tell him that he didn't know how to fly, but he, with the education that characterized him, remained silent, just looked at the ground and continued walking. That image remained engraved in my mind like a photograph: the hunched back, the clenched hands, the quick steps, as if he wanted to disappear in the midst of the shame he felt.
Coming back to my house, I realized something that made my stomach turn, because I had also called him "Crazy Bird" a couple of times, not with the intention of making fun of him, but with the same lightness with which the others did it. That knot in my stomach was a call to conscience because I had never thought about how he might feel, because nicknames in Mexican culture are part of the environment, it is a collective custom that no one questions and that rather labels as "generation of crystals" those people who resent and try to assert their rights to be treated with respect because they are not willing to tolerate abuses.
I never knew he lived near my parents' house, but I found out about this when I got on the same bus he was taking to college and since it was full, as is typical of global transportation where we are packed like sardines, the guy gave up his seat for me because at the time I had a fractured left arm. I thanked him for the gesture and worked up the courage to ask him his name... "Rodrigo," he answered with a sad look and in a voice so low that I almost had to stand up to hear.
That was the first time I really saw him as a person and not as “Crazy Bird,” so from that moment on, I decided to call him by his name, even though the others continued using the nickname. Over time, Rodrigo became one of my best friends, I think the best confidant that he shares with me until now, even if it is through the Internet because he lives in Mexico with his wife and two daughters. He was one of my most loyal clients when he bought some “chuche” that I used to sell, showing me a brilliant personality that had been hidden under the shadow of that ridiculous nickname that did not represent him.
That small change, that decision to call him "Rodrigo" didn't change the world, but I did know that it had made a difference, at least for him and for me, even when we went to have a glass of ice-cold clamato in a hole we found together. I learned that nicknames, as innocent as they may seem, can be daggers that stab a person's self-esteem, since behind each name there is a story, an identity, a human being who deserves respect.
Nicknames have an inherent power, they are like a kind of silent magic that can unite or separate people. From the most intimate corners of the home to the most public spaces like schools and offices, nicknames almost always arise from the need to name something that seems to escape formal names. Sometimes they are a game, a reflection of closeness, affection, or even admiration.
However, other nicknames are a mark that carries a weight that is harder to ignore, especially when what is intended to be funny hurts unintentionally, or worse, with all the intention in the world. It is fascinating to think about how nicknames are born from minimal details: a physical peculiarity, a personality trait, an anecdote that is engraved in the collective memory. As children, they are usually tender, almost harmless, in a relationship they are usually romantic and even spicier than a habanero pepper, however, in other instances the words, although brief, begin to have edges and many times, nicknames carry the weight of prejudices, of the labels that society has decided to stick on our foreheads because of our last name, body build or skin color, and that is where the silent battles begin, those in which we try to decide whether to ignore, confront or simply accept the nickname, as if it were a second name that we never chose.
Some nicknames manage to transcend the negative, becoming an alternate identity, something the bearer wears with pride because it transcends mockery or criticism; others, however, leave wounds that take years to heal, if they ever do. Nicknames can be cruel reminders of the insecurities we try to hide and also an excuse for someone else to exert power over us, yet they are inevitable. In every culture, in every corner of the world, nicknames persist as a way of interacting that reveals as much about the giver as the receiver.
The key is in the context, since a nickname in the mouth of a dear friend can be a treasure, a symbol of trust, a rare form of sincere affection, but in a hostile space, the same word can be a missile, so choosing what we say, how we say it and when we say it is a more important act than it seems. We know that words have weight and even if a nickname seems light, its emotional charge can be enormous because nicknames tend to be more than mirrors, reflecting how we see others, but also how they see us. Perhaps that is why it is worth asking ourselves what stories we are writing when we call someone by a name other than theirs, because between play and judgment, between laughter and hurt, something deeper is written: the story of our relationships with other human beings.
Now, every time I meet someone, I make an effort to remember their name, because it is the simplest and most powerful way to say: “I see you, I recognize you, and you deserve to be treated with dignity,” and that is something I also instill in my children because it is not enough to avoid making fun of someone, but it is also about our responsibility not to perpetuate nicknames that hurt, not even as spectators because in the end, words have the power to build or destroy and it is always better to choose to build.
I'll read them later.
Bye.
Que buen post friend. Me ocurrió algo similar, años atrás en la oficina, trabajamos con varios estudiantes que venían de otra universidad, y cuyo propósito era realizar sus pasantías académicas en el área audiovisual con nosotros. Sin embargo, más allá de la parte académica y laboral, nació la amistad y varios de estos estudiantes quedaron laborando en la oficina por varios años.
Entre la camadería, había uno al que todos llamaban PERRONI, y es que era un chico también al que trataban de 'lento' y que además las facciones de su rostro recordaban a un canino. Lo cierto es que todos los llamaban así, incluso el personal, y es que él atendía como si fuese su nombre. De hecho muchos pensaban que se llamaba así.
Lo cierto es que en cierta ocasión, en una reunión con tragos y fiesta y demás, conversando a parte con PERRONI, me confesó que no le gustaba ese apodo, cosa que me sorprendió, le pregunté porque entonces no se quejaba, pero casi no respondió, era un mote que venía de su clase, y que para él era ofensivo y doloroso, pero que había asumido ya que todos lo llamaban así. Desde esa vez, comencé a llamarlo por su nombre real "Alberto".
Creo que ninguno de nosotros, o por lo menos una parte del entorno que conocemos, no se ha librado de los apodos, los míos solían ser referentes a la estatura baja, a los anteojos, los brackets, y a las pecas, pero bueno, eso es pasado. No me hubiese golpeado y entristecido de no ser porque los apodos eran ofensivos porque yo los consideraba así, pero eso se acabó porque una vez mi mamá me preguntó si yo creía que era verdad cada epíteto escondido detrás de supuestos apodos hirientes que salían de la boca de algunos de mis compañeros de clase.
Cuando Benjamín me puso "Rebe", antes me preguntó si estaba de acuerdo, como no me pareció para nada ofensivo, sino una apócope de mi nombre, ahora todos me conocen así, no solo en mi familia, sino entre las amistades. Tú me dices "Ardiloba" por una razón específica que también me encanta porque me recuerda cuando nos conocimos en la extinta noise. Mi cuñado Ezequiel me dice "Rapunzel", tampoco me molesta porque cuando nos conocimos me preguntó si podía llamarme así porque yo tenía el cabello bien largo y con rastas XD
Muestras de cariño con palabras no ofenden, enriquecen, sin embargo, aquellos apodos que se dicen incluso sin autorización, por supuesto que se trata de una falta de respeto. Me acuerdo tanto de una amiga del colegio que era super alta y subidita de peso, la llamaban "Búfala"... no tienes idea la cantidad de lágrimas que vertió por esa palabra, pero todo cambió cuando entendió que todos hablamos porque tenemos boca y podemos llegar a ofender con pensamientos, palabras, acciones y omisiones.
Klara, porque así se llamaba, no se desquitó dándoles, a quienes la ofendían con ese apodo tan feo, una cucharada de su propia medicina, sino que les ganó cada contienda de otra manera mucho más madura y natural, pero cada cabeza es un mundo que sabe y que debe poner un punto final a cada situación negativa para que no vuelva a repetirse.
Gracias por la reflexión de hoy, mi lobo querido, ayer leí la de los apellidos, estuvo buenísima también. Saludos y un abrazote para ti, para Marcela, para los niños y la familia entera.
Que tengan un hermoso fin de semana.
Chauuuuu 🐾🐾