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Martes, 10 de diciembre, 2024.
Cuando yo llegué a mi oficina, me encontré con dos de mis compañeras en un cuchicheo constante. Me uní un momento a sus críticas y chismes, solo para toparme con quejas y más quejas acerca de sus parejas y sus hijos, como si ellas eran siempre las únicas víctimas de la historia y ellos sus verdugos sin posibilidad de cambiar ni encontrarles algo bueno. Les dije lo que siempre me respondió mi papá cuando le preguntaba acerca de quién, entre mi mamá y él, propició el divorcio cuando yo era pequeña, y me respondió todas las veces que le pregunté, que en un matrimonio, para que las peleas se lleven a cabo, ninguno es totalmente inocente ni tampoco totalmente culpable.
Mis compañeras se enojaron un poquitín ante, creo yo, mis cáusticas palabras, al punto que me dijeron que como yo no estaba casada todavía ni tenía hijos tampoco, entonces no podía entender el transfondo de las relaciones de parejas y que agradezca que mi pareja no es un payaso, o por lo menos no se ha presentado como tal ante mí porque solo es mi novio y no convivimos.
Les respondí que si sus parejas e hijos son tan malos como dicen, por lo menos no los comparen con los payasos porque estas personas que se dedican a entretener a lo bien, merecen respeto con su profesión de hacer reír a la gente y levantar el ánimo. Dije eso no solo porque cada cierto tiempo, el hospital en el que trabajo, contrata payasos para el área pediátrica, para que vayan a animar a los niños y niñas en las habitaciones en donde se encuentran internados, unos con procesos complicados, pero rescatables y otros casi al borde del colapso, sino también porque uno de mis vecinos y mejores amigos se viste de payaso para hacer su trabajo al animar fiestas infantiles porque incluso estudió teatro.
Tenor
No solo por mi buen amigo, quien se siente orgulloso de su talento y profesión, sé que los primeros payasos surgieron en un contexto que puede sorprendernos si miramos más allá de sus narices rojas y trajes coloridos, aparte de producir en algunos niños y en adultos con fobia a ellos, miedo desmedido tan solo con verlos. En la antigüedad, el concepto de un personaje que provocara risas no se asociaba necesariamente al entretenimiento ligero, sino más bien a una figura que desafiaba las normas sociales, rompía esquemas y en algunos casos hasta servía como un espejo incómodo para quienes lo observaban.
En las cortes medievales, los bufones no eran meros bromistas, sino personajes astutos que tenían la licencia de decir verdades que nadie más se atrevía a pronunciar, por eso, bajo la máscara de la comedia, sus palabras servían como crítica social y política. Con una mezcla de ingenio, burla y habilidad teatral, los bufones recordaban a reyes, religiosos y nobles que, detrás de todo poder, había una fragilidad humana que no podía ser ignorada, y esa dualidad, entre la risa y la reflexión, entre la burla y la verdad, marcó el inicio del oficio del payaso.
Más tarde, en la Comedia del Arte italiana, los payasos evolucionaron hacia personajes más definidos, con nombres como Arlequín o Pierrot, que representaban arquetipos de la vida cotidiana. En sus historias se mezclaban el amor, la torpeza, el ingenio y la ironía, todo en un juego teatral que buscaba entretener y al mismo tiempo, conectar con el público a un nivel más profundo, así, es como estos personajes lograban que las personas se vieran reflejadas en sus defectos, contradicciones y aspiraciones, pero sin sentirse atacadas, porque todo estaba envuelto en el suave manto de la risa y el disimulo detrás de máscaras.
Tenor
El objetivo de los primeros payasos no era solo divertir, era el de sanar. Había una comprensión implícita de que la risa es un bálsamo para las heridas del alma, una manera de liberar tensiones y recordar que, en medio del caos, hay espacio para la ligereza, pero también eran recordatorios vivientes de que detrás de cada máscara hay una verdad, así, los payasos originales no solo hacían reír, sino que invitaban a la sociedad a pensar. Sus gestos exagerados y su humor ridículo escondían críticas, mensajes y, a menudo, una sabiduría que iba más allá de las palabras claras y contundentes.
La figura del payaso, aunque inicialmente concebida como un símbolo de alegría y verdad disfrazada de humor, ha cargado con una reputación ambivalente a lo largo de la historia. Lo que empezó como un oficio destinado a sanar y hacer reír, con el tiempo se ha convertido para muchos en un sinónimo de miedo, burla o incluso desprecio. Esa transformación tiene raíces en la forma en que los payasos han sido percibidos y representados en distintos momentos culturales porque en los albores de su existencia, los bufones de las cortes y los payasos teatrales eran figuras de respeto envueltas en una aparente ridiculez, pero esa libertad para transgredir límites, para ridiculizar lo que otros veneraban, también los convirtió en personajes incómodos. Eran los que podían burlarse del rey sin perder la cabeza, los que revelaban verdades a través de juegos y bromas, pero no todos estaban dispuestos a reírse de sí mismos.
Con la modernidad, el concepto del payaso se fue alejando de su origen filosófico y crítico para acercarse más al entretenimiento infantil, sin embargo, esa transición no fue suficiente para borrar del todo su complejidad porque los rostros pintados, las sonrisas exageradas y los gestos amplificados comenzaron a generar en algunos una sensación de inquietud. Tal vez porque, detrás de esa máscara siempre feliz, se percibía algo inexplicable, algo que hacía dudar de si la risa era genuina o solo una fachada.
La literatura y el cine no hicieron mucho por redimir la imagen del payaso, al contrario, con el tiempo se convirtieron en el terreno fértil para transformar a esta figura en el villano perfecto no solo por las historias reales de crímenes suscitados por personas disfrazadas de payaos para cometer sus atrocidades... para transformar a los payasos en personajes que, por su apariencia absurda y su conexión histórica con el engaño, podían personificar los miedos más profundos de la humanidad. De ser un curador de almas pasó a ser un monstruo en películas y novelas, un arquetipo del terror que juega con la dualidad entre la risa y el pánico.
La misma risa que antes curaba, ahora se vuelve inquietante, pero esa mala fama también es un reflejo de nosotros mismos. Tal vez, en el fondo, el payaso siempre ha sido un espejo y lo que ahora nos asusta no es su máscara, sino lo que esa máscara nos obliga a mirar nuestras propias contradicciones, nuestras sombras, nuestras risas nerviosas frente a lo que no entendemos. La evolución de su imagen, de sanador a símbolo del miedo, antagonismo y maldad pura, es un recordatorio de cómo nuestra percepción transforma lo que no logramos encasillar.
Con todo y todo, los payasos siguen habitando ese espacio entre las bromas y el desconcierto, entre la alegría y el temor, entre la risa y el ocaso. Creo que esto no es un hecho de mala fama en el sentido estricto, sino una fama compleja, como lo es la vida misma porque lo que el payaso representa depende más de quien lo mira que de quien lo interpreta, pero yo me quedo con la figura primaria, con esa historia pasada en donde ellos estuvieron para animar y decir la verdad, por eso, pensar en los primeros payasos como mensajeros de la verdad, como figuras que usaban la risa para conectar, confrontar y sanar, nos invita a reflexionar sobre el poder transformador del humor y más en una sociedad que se va cargando de seriedad mezclada con hipocresía y maldad, en donde se debería recuperar esa parte y alma de payasos que todos tenemos para que podamos mirar nuestras propias vidas, alegrías y desaciertos, con menos gravedad, más humildad y humanidad porque no está en el traje, el maquillaje y el propósito por el que existen los payasos como figura no solo antigua y cortesana, sino en nosotros mismos y nuestra conducta.
Esta fue una publicación de martes.
Gracias por pasarse a leer un rato, amigas, amigos, amigues de Blurt.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas blurtinenses!!
Tuesday, december 10th, 2024.
When I arrived at my office, I found two of my colleagues in constant whispering. I joined in for a moment with their criticism and gossip, only to be met with complaints and more complaints about their partners and their children, as if they were always the only victims of history and they were the executioners with no possibility of changing or finding anything good in them. I told them what my father always told me when I asked him about who, between my mother and him, brought about the divorce when I was little, and he told me every time I asked him, that in a marriage, for fights to take place, neither one is totally innocent nor totally guilty.
My colleagues got a little angry at my caustic words, I think, to the point that they told me that since I wasn't married yet and I didn't have children either, I couldn't understand the background of couples' relationships and that I should be thankful that my partner isn't a clown, or at least he hasn't presented himself as such to me because he's just my boyfriend and we don't live together.
I responded that if their partners and children are as bad as they say, at least they shouldn't compare them to clowns because these people who dedicate themselves to entertaining people well deserve respect for their profession of making people laugh and lifting their spirits. I said that not only because every so often, the hospital where I work hires clowns for the pediatric area, to go and entertain the boys and girls in the rooms where they are hospitalized, some with complicated processes, but salvageable and others almost on the verge of collapse, but also because one of my neighbors and best friends dresses as a clown to do his job of entertaining children's parties because he even studied theater.
Tenor
Not only because of my good friend, who is proud of his talent and profession, I know that the first clowns emerged in a context that can surprise us if we look beyond their red noses and colorful costumes, apart from producing in some children and adults with a phobia of them, excessive fear just by seeing them. In ancient times, the concept of a character that provoked laughter was not necessarily associated with light entertainment, but rather with a figure that challenged social norms, broke patterns and in some cases even served as an uncomfortable mirror for those who observed it.
In medieval courts, jesters were not mere jokers, but clever characters who had the license to speak truths that no one else dared to say, so, under the mask of comedy, their words served as social and political criticism. With a mix of wit, mockery and theatrical skill, clowns reminded kings, religious men and nobles that behind all power there was a human fragility that could not be ignored, and this duality, between laughter and reflection, between mockery and truth, marked the beginning of the clown's profession.
Later, in the Italian Commedia dell'Arte, clowns evolved into more defined characters, with names like Harlequin or Pierrot, who represented archetypes of everyday life. Their stories mixed love, clumsiness, wit and irony, all in a theatrical game that sought to entertain and at the same time, connect with the public on a deeper level. This is how these characters managed to make people see their defects, contradictions and aspirations reflected, but without feeling attacked, because everything was wrapped in the soft cloak of laughter and dissimulation behind masks.
Tenor
The aim of the first clowns was not only to entertain, but to heal. There was an implicit understanding that laughter is a balm for the wounds of the soul, a way to release tension and remember that, in the midst of chaos, there is room for lightness, but they were also living reminders that behind every mask there is a truth. Thus, the original clowns not only made people laugh, but invited society to think. Their exaggerated gestures and ridiculous humor hid criticism, messages and, often, wisdom that went beyond clear and forceful words.
The figure of the clown, although initially conceived as a symbol of joy and truth disguised as humor, has been burdened with an ambivalent reputation throughout history. What began as a profession intended to heal and make people laugh, has over time become for many a synonym for fear, mockery or even contempt. This transformation has its roots in the way clowns have been perceived and represented in different cultural moments because at the dawn of their existence, court jesters and theatre clowns were figures of respect wrapped in apparent ridiculousness, but that freedom to transgress limits, to ridicule what others revered, also turned them into uncomfortable characters. They were the ones who could make fun of the king without losing their heads, those who revealed truths through games and jokes, but not everyone was willing to laugh at themselves.
With modernity, the concept of the clown moved away from its philosophical and critical origin to get closer to children's entertainment, however, that transition was not enough to completely erase its complexity because the painted faces, exaggerated smiles and amplified gestures began to generate a feeling of uneasiness in some. Perhaps because, behind that always happy mask, something inexplicable was perceived, something that made one doubt whether the laughter was genuine or just a facade.
Literature and cinema did little to redeem the image of the clown. On the contrary, over time they became fertile ground for transforming this figure into the perfect villain, not only because of the real stories of crimes committed by people dressed as clowns to commit their atrocities... but also because of the transformation of clowns into characters who, due to their absurd appearance and their historical connection with deception, could personify humanity's deepest fears. From being a healer of souls, he became a monster in films and novels, an archetype of terror that plays with the duality between laughter and panic.
The same laughter that once healed now becomes disturbing, but that bad reputation is also a reflection of ourselves. Perhaps, deep down, the clown has always been a mirror and what scares us now is not his mask, but what that mask forces us to look at: our own contradictions, our shadows, our nervous laughter in the face of what we do not understand. The evolution of his image, from healer to symbol of fear, antagonism and pure evil, is a reminder of how our perception transforms what we cannot pigeonhole.
Despite everything, clowns continue to inhabit that space between jokes and bewilderment, between joy and fear, between laughter and twilight. I think this is not a fact of bad fame in the strict sense, but a complex fame, as is life itself because what the clown represents depends more on who looks at it than on who interprets it, but I stay with the primary figure, with that past history where they were to encourage and tell the truth, therefore, thinking of the first clowns as messengers of truth, as figures who used laughter to connect, confront and heal, invites us to reflect on the transformative power of humor and more in a society that is becoming loaded with seriousness mixed with hypocrisy and evil, where that part and soul of clowns that we all have should be recovered so that we can look at our own lives, joys and failures, with less seriousness and more humility and humanity because it is not in the suit, the makeup and the purpose for which clowns exist as a figure not only ancient and courtly, but in ourselves and our behavior.
This was a tuesday post.
Thanks for stopping by to read for a while, Blurt friends.
Have a great day and may God bless you greatly.
Regards, comrades blurtarians!!
Translation: Deepl.com