Hay momentos en la vida que se sienten como una brisa fresca en un día caluroso, instantes que llegan sin aviso y nos llenan de alegría. Esos buenos momentos, por pequeños o grandes que sean, merecen ser disfrutados plenamente y guardados como un tesoro en nuestra memoria. A veces, sin darnos cuenta, pasamos por ellos de manera apresurada, como si fueran parte de una rutina, pero en realidad son la esencia misma de lo que hace que la vida valga la pena.
Es curioso cómo la mente tiene esa habilidad especial de congelar ciertos instantes. Una risa que compartimos, un abrazo inesperado, una charla que parecía no tener fin. Pero más allá de recordarlos, la clave está en vivirlos intensamente mientras ocurren. No se trata solo de tomar fotos o videos para publicarlos, sino de estar presentes, de sentir el momento, de dejar que esa alegría nos inunde sin distracciones.
A veces, estamos tan enfocados en lo que falta, en lo que viene después, que no nos permitimos disfrutar lo que está ocurriendo aquí y ahora. Es un hábito que todos tenemos y que, si no cuidamos, puede robarnos muchas experiencias valiosas. Esos buenos momentos son fugaces, como estrellas que atraviesan el cielo. Si parpadeas, podrías perderlos. Por eso, cuando llegan, hay que abrazarlos con el alma, porque son los que nos recargan de energía para enfrentar los días más difíciles.
Además de disfrutarlos, creo firmemente que también debemos recordarlos. No de una manera nostálgica que nos haga desear volver al pasado, sino como una forma de mantener viva la gratitud. Cada recuerdo bonito que guardamos es un testimonio de que la vida tiene sus regalos, incluso en medio de las dificultades. Son como pequeñas luces que se encienden en nuestra memoria, recordándonos que siempre hay algo bueno por lo cual sonreír.
El otro día me topé con una canción que escuchaba mucho en mi infancia. No sé si les pasa, pero la música tiene ese poder mágico de transportarnos. En cuestión de segundos, estaba reviviendo una tarde de juegos con amigos, la risa de mi abuela y la sensación de libertad de esos días. Me di cuenta de cuánto valen esos recuerdos y cómo, al evocarlos, vuelven a llenarnos de alegría, como si los estuviéramos viviendo de nuevo.
También es importante compartir esos momentos con las personas que estuvieron ahí. Una foto, una llamada, un simple "¿te acuerdas de aquel día?" puede hacer que la alegría se multiplique. Porque cuando los buenos momentos se comparten, su efecto se amplifica. Nos conectan con los demás, nos hacen sentir más humanos, más vivos.
La vida no siempre será fácil, eso es seguro. Pero los buenos momentos, aunque parezcan pequeños, tienen la capacidad de equilibrar todo lo demás. Son recordatorios de que, pese a las dificultades, hay belleza, amor y alegría a nuestro alrededor.
Así que vivamos con los ojos bien abiertos, saboreemos cada instante feliz y hagamos un esfuerzo consciente por recordarlo. Porque al final del día, cuando todo pase, lo que quedará serán esos momentos que supimos disfrutar y guardar en el corazón. ¡Que la vida nos regale muchos más de esos momentos para atesorar!
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