Nos gusta la inmediatez, la sensación de avance rápido, la idea de que las cosas pueden cambiar de un día para otro con solo proponérnoslo. Pero la verdad es que transformar lo que somos en alguien mejor es un proceso lento, y muchas veces frustrante. No es una línea recta, no es una carrera con meta clara, es más bien un camino lleno de subidas y bajadas, de avances y retrocesos, de momentos en los que creemos que lo tenemos todo claro y otros en los que nos sentimos perdidos otra vez.
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Es fácil desmotivarse cuando sentimos que no avanzamos lo suficientemente rápido, cuando después de semanas o meses intentando cambiar un hábito caemos en lo mismo de siempre, cuando nos damos cuenta de que ciertos pensamientos, ciertas emociones, siguen ahí, como si nunca hubiéramos trabajado en ellas. Nos pasa a todos. Y lo peor es que muchas veces, en lugar de ser compasivos con nosotros mismos, nos castigamos, nos decimos que no tenemos suficiente disciplina, que no somos lo suficientemente fuertes, que tal vez nunca lograremos cambiar del todo.
Pero la realidad es que nadie cambia de la noche a la mañana. Nada que realmente valga la pena se transforma en un instante. Y aunque a veces queramos ver resultados inmediatos, el verdadero cambio ocurre en los pequeños momentos, en las decisiones cotidianas, en la constancia de hacer algo una y otra vez aunque parezca que no está funcionando. Un día nos damos cuenta de que ya no reaccionamos de la misma forma, de que esa situación que antes nos afectaba ahora nos deja indiferentes, de que hemos aprendido a decir que no sin sentir culpa, de que nuestros pensamientos han cambiado, aunque haya tomado tiempo.
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Y sí, el proceso es lento, pero también es necesario. Porque si el cambio fuera inmediato, si de un día para otro pudiéramos convertirnos en una mejor versión de nosotros mismos sin esfuerzo, entonces no valoraríamos el camino, no aprenderíamos nada en el proceso. Es en la lucha, en la repetición, en la paciencia, donde realmente nos transformamos.
A veces, lo difícil no es empezar a cambiar, sino mantenernos en el proceso sin desesperarnos, sin querer rendirnos cuando las cosas no salen como esperábamos. Porque siempre habrá momentos en los que querremos volver a lo viejo, a lo cómodo, a lo conocido. Y en esos momentos es cuando más tenemos que recordar por qué empezamos, qué fue lo que nos impulsó a querer ser mejores.
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Tal vez el mayor error que cometemos es pensar que llegar a nuestra mejor versión es un destino fijo, cuando en realidad es un proceso constante, algo que nunca termina. No hay un punto en el que podamos decir "ya está, ya cambié, ya soy la mejor versión de mí mismo", porque siempre habrá algo nuevo por aprender, algo más que mejorar, algo que todavía podemos trabajar.
Y aunque a veces el proceso se sienta eterno, aunque tengamos días en los que parece que hemos retrocedido más de lo que hemos avanzado, lo importante es seguir, es confiar en que cada pequeño paso cuenta, que cada esfuerzo suma, que cada día en el que decidimos intentarlo otra vez nos acerca un poco más a lo que queremos ser.
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