A veces, sin darnos cuenta, caemos en la trampa de añorar el pasado o preocuparnos demasiado por el futuro, olvidando que cada etapa de la vida tiene algo especial para ofrecer. Nos enseñan desde pequeños que hay edades “mejores” que otras, pero la verdad es que cada momento está lleno de bondades únicas, siempre que estemos dispuestos a reconocerlas y valorarlas.
Recuerdo una conversación reciente con un amigo que, entre risas, me decía que extrañaba los días en los que tenía veinte años y se sentía invencible. Mientras lo escuchaba, pensé en cómo, a menudo, idealizamos épocas que ya pasaron, como si fueran el único tiempo en el que valía la pena vivir. Sin embargo, ¿cuántas cosas no entendemos mejor ahora que hace diez años? Tal vez ya no tengamos la energía de entonces, pero hemos ganado claridad, paciencia y una perspectiva que solo el tiempo nos regala.
Cuando somos niños, todo parece un juego. Nos maravillamos con lo que para un adulto puede parecer insignificante, y eso nos enseña a disfrutar las cosas simples. Luego, en la juventud, la vida se llena de retos, descubrimientos y sueños por alcanzar. Es una etapa llena de energía y posibilidades, donde los errores se convierten en lecciones y el entusiasmo por lo que viene nos impulsa. Más adelante, en la madurez, encontramos satisfacción en la estabilidad, en los logros construidos con esfuerzo, y en el privilegio de poder guiar a otros con la experiencia acumulada. Finalmente, en la vejez, el tiempo nos permite mirar hacia atrás con gratitud, disfrutar del presente con calma y aprender a valorar la paz que viene con haber vivido intensamente.
Por supuesto, no siempre es fácil abrazar el presente. A veces, las responsabilidades, los miedos o las expectativas que los demás ponen sobre nosotros nos hacen pensar que deberíamos estar en otro lugar, viviendo de otra manera o siendo alguien diferente. Pero si algo he aprendido es que ninguna etapa es perfecta y, al mismo tiempo, todas lo son, porque en cada una de ellas hay algo que nos transforma y nos enriquece. Todo depende de cómo decidamos vivirlas.
Hace poco, vi a una señora mayor jugando con sus nietos en el parque. Me conmovió su risa, tan auténtica y libre, como si por un momento no existiera el peso de los años. En ese instante, pensé: "Qué bonito sería aprender a disfrutar cada etapa de la vida con esa naturalidad". Porque no importa si somos niños, jóvenes, adultos o ancianos, siempre habrá momentos para reír, aprender y compartir.
La vida no se mide por la cantidad de velas en el pastel, sino por la calidad de los momentos que vivimos en cada una de sus etapas. Hay días en los que tal vez extrañemos lo que fue o nos preocupemos por lo que será, pero si aprendemos a estar presentes, descubriremos que cada edad nos da exactamente lo que necesitamos para crecer, disfrutar y ser felices. Aprovechemos el ahora, sin compararlo con el ayer ni temerle al mañana. Cada edad tiene sus bondades, y lo mejor que podemos hacer es vivirlas con gratitud y plenitud.
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