A lo largo de la vida, todos nos enfrentamos a situaciones incómodas. A veces es una conversación difícil que hemos estado posponiendo, otras es un error que preferiríamos no admitir, o un momento en el que nos sentimos fuera de lugar. No importa cuán preparados creamos estar, siempre habrá circunstancias que nos desafíen, que nos pongan a prueba, que nos hagan sentir vulnerables. Y, sin embargo, evitarlas no hace que desaparezcan; al contrario, muchas veces se vuelven más grandes, más pesadas, más difíciles de manejar.
Afrontar lo incómodo no es algo que se nos enseñe desde pequeños, más bien aprendemos a esquivar, a sonreír cuando no queremos, a callar cuando algo nos molesta, a hacer como si nada pasara. Pero tarde o temprano, la vida nos obliga a encarar esas situaciones y nos damos cuenta de que la incomodidad es parte del crecimiento, de que no podemos avanzar si no estamos dispuestos a atravesar esos momentos que nos desafían.
Muchas veces, el miedo es lo que nos impide dar el paso. Miedo a la reacción de los demás, miedo a equivocarnos, miedo a no estar a la altura. Pero lo curioso es que cuando finalmente nos atrevemos, nos damos cuenta de que aquello que parecía inmenso en nuestra mente no era tan terrible en la realidad. No se trata de forzarnos a estar cómodos en lo incómodo, sino de desarrollar la capacidad de sostener la incomodidad sin que nos paralice. De aceptar que habrá momentos difíciles y que eso no significa que estemos fallando, sino que estamos evolucionando.
Afrontar lo incómodo también es un acto de honestidad con uno mismo. Nos permite reconocer lo que nos afecta, lo que nos duele, lo que nos incomoda, sin ignorarlo o disfrazarlo de otra cosa. Nos ayuda a establecer límites, a decir lo que pensamos sin temor, a no cargar con lo que no nos corresponde. Es aprender a respirar hondo y decir lo que hay que decir, aunque nos tiemble la voz. Es aceptar que no siempre podemos controlar la reacción de los demás, pero sí la manera en que decidimos actuar.
No hay una fórmula mágica para que sea fácil, pero sí podemos entrenarnos poco a poco. Practicar decir lo que pensamos con respeto y claridad. Aprender a recibir críticas sin tomarlas como ataques. Recordar que la incomodidad no es eterna y que muchas veces es el puente hacia algo mejor. Porque cuando evitamos lo incómodo, terminamos cargando con una tensión innecesaria, con pensamientos recurrentes que no nos dejan avanzar. En cambio, cuando lo enfrentamos, nos liberamos.
Cada vez que superamos una situación difícil, ganamos confianza. Nos damos cuenta de que somos más fuertes de lo que creíamos, de que podemos manejar más de lo que pensábamos. Y así, poco a poco, aprendemos que la incomodidad no es un enemigo, sino un maestro. Nos empuja a crecer, a madurar, a ser más auténticos. No siempre será fácil, pero es necesario. Porque solo enfrentando lo incómodo logramos construir una vida en la que realmente nos sentimos en paz con quienes somos.
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