Rai Silva estaba sentado en su oficina, un espacio pequeño y desordenado donde cada objeto contaba una historia. Los muebles eran viejos pero funcionales, y en una esquina, una máquina de café trabajaba incansablemente. Había estado revisando el archivo de un caso cerrado cuando la puerta se abrió con un golpe seco.
Una mujer de cabello castaño oscuro y ojos llenos de desesperación entró con pasos rápidos, abrazando una carpeta contra su pecho. Vestía una chaqueta gris gastada, y sus manos temblaban mientras miraba alrededor antes de posarse en Rai.
—¿Es usted Rai Silva? —preguntó con voz rota.
Rai dejó el archivo a un lado y se puso de pie. A sus 40 años, su figura aún proyectaba autoridad, aunque su barba corta y sus ojos cansados contaban otra historia.
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?
La mujer vaciló un instante, como si las palabras le costaran salir. Finalmente, las soltó de golpe:
—Mi hijo ha desaparecido.
Rai frunció el ceño y la invitó a sentarse.
—¿Cómo se llama? —preguntó mientras tomaba una libreta para anotar.
—Diego. Tiene diez años… Es autista —respondió ella, tragando saliva. Parecía estar conteniendo las lágrimas—. No habla, pero es muy inteligente. Desapareció anoche, después de…
Se detuvo, su voz quebrándose. Rai la observó con atención. Había algo más en su historia, algo que aún no estaba listo para salir.
—Tranquila, señora…
—Vargas. Camila Vargas.
—Señora Vargas, necesito que me cuente todo lo que sepa, aunque le parezca insignificante. Cada detalle importa.
Camila asintió, respirando hondo antes de continuar.
—Anoche hubo un robo en nuestro edificio. Escuché gritos y golpes en el apartamento del piso de abajo, pero no me atreví a salir. Diego estaba en su habitación… pensé que estaría a salvo. Pero cuando todo se calmó, fui a buscarlo y ya no estaba.
La voz de Camila tembló, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Rai tomó una pausa para procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Llamó a la policía?
Camila asintió con amargura.
—Sí, pero no hicieron nada útil. Dijeron que seguro había salido y que volvería por su cuenta. No entienden que Diego no es como otros niños. Él no se perdería sin dejar una señal.
Rai notó la carpeta que ella seguía sujetando con fuerza.
—¿Qué tiene ahí?
Camila vaciló antes de entregársela. Dentro había dibujos, decenas de ellos, hechos con crayones y lápices de colores. Rai pasó las páginas, estudiando cada trazo. Algunos eran paisajes: un parque, un puente. Otros mostraban figuras humanas, pero había algo inquietante en ellos. En uno, cinco hombres enmascarados estaban dibujados frente a una puerta marcada con el número “32”.
—Diego dibuja lo que ve —dijo Camila en voz baja—. Esto lo hizo ayer. Estoy segura de que él vio algo esa noche… algo que lo puso en peligro.
Rai cerró la carpeta con cuidado y miró a Camila directamente.
—Si esos hombres lo vieron, estarán buscándolo. Tenemos que encontrarlo antes que ellos.
Camila asintió con un leve suspiro de alivio. Por primera vez, parecía que alguien realmente estaba escuchándola.
—¿Por dónde empezamos?
—Por el apartamento 32 —respondió Rai, poniéndose de pie y agarrando su chaqueta.
El sol estaba comenzando a ocultarse cuando Rai llegó al edificio donde vivían Camila y Diego. Era un complejo de apartamentos antiguo, con paredes de ladrillo desgastadas y ventanas rotas que hablaban de años de abandono. Camila lo esperaba en la entrada, nerviosa pero decidida.
Subieron juntos al segundo piso, donde estaba el apartamento número 32. La puerta estaba cerrada, pero tenía señales claras de haber sido forzada. Rai tocó el marco y notó astillas recientes en la madera.
—Esto fue un trabajo rápido, pero profesional —murmuró, más para sí mismo que para Camila.
Entró con cuidado, escaneando el lugar. El apartamento estaba vacío, pero había cajas abiertas y documentos esparcidos por el suelo. Uno de ellos llamó su atención: un mapa con marcas en varios puntos de la ciudad. Rai lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Qué encontraron aquí? —preguntó Camila, mirando con inquietud.
—No lo sé aún, pero quienquiera que estuviera aquí estaba buscando algo específico.
En un rincón, Rai encontró una hoja arrugada con un dibujo infantil. Era de Diego, eso era claro. Mostraba un parque con un puente al fondo. Había algo escrito en letras torpes: “504”.
—¿Conoce este lugar? —preguntó, mostrándole el dibujo a Camila.
Ella negó con la cabeza.
—No, pero puedo averiguarlo.
Rai asintió y guardó la hoja. Sabía que el tiempo jugaba en su contra. Diego estaba ahí fuera, asustado y solo, y si los hombres que lo buscaban lo encontraban primero, no dudarían en silenciarlo.
—Voy a encontrarlo, señora Vargas. Pero necesito que confíe en mí.
Camila lo miró, con una mezcla de esperanza y miedo en los ojos.
—Confío en usted, señor Silva. Por favor, tráigalo de vuelta.
Rai le dedicó una leve sonrisa antes de marcharse.
La noche era fría cuando Rai Silva estacionó su auto cerca de un parque en las afueras de la ciudad. Había encontrado el lugar gracias a una rápida consulta con un amigo en la municipalidad. El parque con el puente del dibujo de Diego estaba justo donde el número “504” cobraba sentido: se refería a la dirección de ese lugar, ubicada en la calle 504.
Rai descendió del auto, ajustándose la chaqueta mientras observaba el área. El parque estaba oscuro, iluminado solo por unas cuantas farolas parpadeantes. El puente de madera que cruzaba un arroyo era apenas visible entre la penumbra.
Avanzó despacio, con los sentidos alerta. El parque estaba desierto, salvo por el sonido del agua corriendo y el crujido ocasional de hojas bajo sus pies. Se acercó al puente, estudiando cada rincón. Los tablones de madera estaban húmedos y resbaladizos, y un olor terroso impregnaba el aire.
De repente, algo llamó su atención: un destello de color entre los arbustos cercanos. Rai se agachó y apartó las ramas. Allí, enredado entre las hojas, encontró un pequeño zapato infantil. Su corazón se aceleró.
—Diego estuvo aquí… —murmuró para sí mismo.
Se guardó el zapato en el bolsillo y continuó buscando. A pocos metros del puente, descubrió algo más: marcas en el suelo, como si alguien hubiera arrastrado algo pesado. Las siguió con cautela, tratando de no dejar huellas propias.
El rastro lo llevó hasta un cobertizo abandonado al otro lado del parque. La estructura, hecha de madera podrida y cubierta de grafitis, parecía a punto de derrumbarse. Rai se detuvo frente a la puerta, escuchando con atención. Dentro, se oían murmullos apagados.
Con movimientos lentos, sacó su linterna y la encendió, enfocando un rincón oscuro del cobertizo. Lo que vio lo hizo detenerse en seco.
Diego estaba allí, acurrucado en un rincón, abrazando una pequeña libreta contra su pecho. Sus ojos estaban abiertos de par en par, reflejando tanto miedo como confusión. Al lado del niño, una figura alta y encapuchada se giró bruscamente hacia Rai.
—¡Detente ahí! —ordenó Rai, apuntando la luz de la linterna hacia el rostro del hombre.
El desconocido se lanzó hacia Rai sin previo aviso, empuñando un cuchillo. Rai retrocedió justo a tiempo para evitar el ataque y, con un movimiento rápido, desvió el arma con su brazo. Aprovechó el momento para golpear al hombre en el estómago, haciéndolo caer al suelo.
El atacante gruñó y trató de levantarse, pero Rai ya estaba un paso adelante. Lo inmovilizó con una llave, apretando con suficiente fuerza para asegurarse de que no pudiera moverse.
—¿Quién eres y qué haces con el niño? —espetó Rai, su voz firme.
El hombre jadeó, luchando por liberarse.
—¡No sabes en lo que te estás metiendo! —gruñó entre dientes—. Esto no es asunto tuyo.
—Si involucra a un niño, es asunto mío. ¿Quién te envió?
El hombre se quedó en silencio, apretando los labios con obstinación. Rai lo empujó contra el suelo, registrándolo rápidamente. Encontró una identificación falsa y un celular sin contraseña. Tomó el teléfono y lo guardó antes de volver su atención a Diego.
El niño seguía en el rincón, temblando. Rai se acercó despacio, agachándose para ponerse a su nivel.
—Diego, soy amigo de tu mamá. Estoy aquí para ayudarte.
Diego no dijo nada, pero sus ojos se suavizaron un poco. Rai le tendió la mano, y después de un momento de duda, el niño la tomó.
—Vamos a casa —dijo Rai con una sonrisa tranquilizadora.
Mientras salían del cobertizo, Rai se aseguró de atar al atacante con una cuerda que encontró cerca. Tenía muchas preguntas, y estaba decidido a obtener respuestas.
De regreso en su oficina, Rai revisó la libreta que Diego había llevado consigo. Las páginas estaban llenas de dibujos, pero esta vez, eran más detallados. Había bocetos de hombres enmascarados, mapas de lugares que Rai no reconocía y números que parecían códigos.
Uno de los dibujos captó su atención de inmediato: una figura humana cayendo al agua desde un puente. A su alrededor, otros hombres observaban, y uno de ellos sostenía algo que parecía una cámara.
Rai comprendió la gravedad de lo que tenía entre manos. Diego había sido testigo de un crimen, probablemente un asesinato, y los responsables lo sabían. Por eso lo buscaban.
Encendió el celular que había confiscado al hombre del cobertizo. Había varios mensajes recientes, todos enviados desde un número desconocido. Uno de ellos decía: “Encuentra al niño. Sabe demasiado.”
Rai exhaló lentamente. El caso acababa de volverse mucho más complicado.
Miró a Diego, quien dormía profundamente en un sofá al otro lado de la habitación. El niño estaba a salvo por ahora, pero Rai sabía que esto era solo el comienzo.
—Diego, lo que viste no quedará en la oscuridad —susurró para sí mismo—. Voy a desentrañar este caso, cueste lo que cueste.
Rai Silva was sitting in his office, a small and cluttered space where every object told a story. The furniture was old but functional, and in one corner, a coffee machine worked tirelessly. He had been reviewing the file of a closed case when the door opened with a sharp thud.
A woman with dark brown hair and eyes full of despair entered, walking quickly and clutching a folder to her chest. She wore a worn gray jacket, and her hands trembled as she looked around before settling on Rai.
—Are you Rai Silva? —she asked, her voice breaking.
Rai put the file aside and stood up. At 40 years old, his figure still projected authority, though his short beard and tired eyes told a different story.
—Yes, that's me. How can I help you?
The woman hesitated for a moment, as if the words were hard to come by. Finally, she blurted them out.
—My son is missing.
Rai furrowed his brow and motioned for her to sit down.
—What’s his name? —he asked as he grabbed a notebook to take notes.
—Diego. He's ten years old... He's autistic —she replied, swallowing hard. She seemed to be holding back tears—. He doesn't speak, but he's very smart. He disappeared last night, after...
She stopped, her voice breaking. Rai watched her closely. There was more to her story, something that was still not ready to come out.
—Take your time, ma'am...
—Vargas. Camila Vargas.
—Mrs. Vargas, I need you to tell me everything you know, even if it seems insignificant. Every detail matters.
Camila nodded, taking a deep breath before continuing.
—Last night, there was a robbery in our building. I heard shouting and banging from the apartment downstairs, but I didn’t dare go out. Diego was in his room... I thought he’d be safe. But when everything calmed down, I went to find him and he was gone.
Camila's voice trembled, and her eyes filled with tears. Rai took a moment to process what he had just heard.
—Did you call the police?
Camila nodded bitterly.
—Yes, but they didn’t do anything useful. They said he must have gone out and would come back on his own. They don’t understand that Diego isn’t like other kids. He wouldn’t get lost without leaving a trace.
Rai noticed the folder she was still clutching tightly.
—What’s in there?
Camila hesitated before handing it to him. Inside were drawings, dozens of them, made with crayons and colored pencils. Rai flipped through the pages, studying each stroke. Some were landscapes: a park, a bridge. Others showed human figures, but there was something unsettling about them. One depicted five masked men standing in front of a door marked with the number “32.”
—Diego draws what he sees —Camila said quietly—. He made this yesterday. I’m sure he saw something that night… something that put him in danger.
Rai carefully closed the folder and looked at Camila directly.
—If those men saw him, they’ll be looking for him. We need to find him before they do.
Camila nodded with a slight sigh of relief. For the first time, it seemed like someone was really listening to her.
—Where do we start?
—From apartment 32 —Rai replied, standing up and grabbing his jacket.
The sun was beginning to set when Rai arrived at the building where Camila and Diego lived. It was an old apartment complex, with worn brick walls and broken windows that spoke of years of neglect. Camila was waiting for him at the entrance, nervous but determined.
They went up to the second floor, where apartment 32 was located. The door was shut, but there were clear signs that it had been forced open. Rai touched the frame and noticed fresh splinters in the wood.
—This was a quick job, but professional —he murmured, more to himself than to Camila.
He entered cautiously, scanning the place. The apartment was empty, but there were open boxes and documents scattered on the floor. One of them caught his attention: a map with marks on several points in the city. Rai folded it and put it in his pocket.
—What did they find here? —Camila asked, looking around nervously.
—I’m not sure yet, but whoever was here was looking for something specific.
In a corner, Rai found a crumpled sheet with a child’s drawing. It was from Diego, that much was clear. It showed a park with a bridge in the background. There was something written in clumsy handwriting: “504.”
—Do you recognize this place? —he asked, showing the drawing to Camila.
She shook her head.
—No, but I can find out.
Rai nodded and tucked the sheet away. He knew time was working against him. Diego was out there, scared and alone, and if the men searching for him found him first, they wouldn't hesitate to silence him.
—I’m going to find him, Mrs. Vargas. But I need you to trust me.
Camila looked at him, a mix of hope and fear in her eyes.
—I trust you, Mr. Silva. Please, bring him back.
Rai gave her a small smile before leaving.
The night was cold when Rai Silva parked his car near a park on the outskirts of the city. He had found the place after a quick inquiry with a friend at the municipal office. The park with the bridge from Diego's drawing was right where the number "504" made sense: it referred to the address of that location, on 504 Street.
Rai got out of the car, adjusting his jacket as he surveyed the area. The park was dark, lit only by a few flickering street lamps. The wooden bridge crossing a stream was barely visible in the dim light.
He moved slowly, senses alert. The park was deserted, except for the sound of running water and the occasional crunch of leaves under his feet. He approached the bridge, studying every corner. The wooden planks were damp and slippery, and an earthy smell filled the air.
Suddenly, something caught his attention: a flash of color among the nearby bushes. Rai crouched and parted the branches. There, tangled among the leaves, he found a small child’s shoe. His heart raced.
—Diego was here… —he murmured to himself.
He tucked the shoe into his pocket and continued searching. A few meters from the bridge, he found something else: marks on the ground, as if someone had dragged something heavy. He followed the trail cautiously, trying not to leave any footprints of his own.
The trail led him to an abandoned shed on the other side of the park. The structure, made of rotting wood and covered in graffiti, looked about ready to collapse. Rai stopped in front of the door, listening intently. Inside, he could hear muffled voices.
With slow movements, he took out his flashlight and turned it on, focusing on a dark corner of the shed. What he saw made him stop in his tracks.
Diego was there, curled up in a corner, clutching a small notebook to his chest. His eyes were wide open, reflecting both fear and confusion. Next to the child, a tall, hooded figure abruptly turned toward Rai.
—Stop right there! —Rai ordered, pointing the flashlight at the man’s face.
The stranger lunged at Rai without warning, wielding a knife. Rai stepped back just in time to avoid the attack and, with a swift movement, deflected the weapon with his arm. He seized the moment to strike the man in the stomach, knocking him to the ground.
The attacker grunted and tried to get up, but Rai was already one step ahead. He pinned him down with a hold, squeezing with enough force to make sure he couldn’t move.
—Who are you and what are you doing with the boy? —Rai spat, his voice firm.
The man gasped, struggling to free himself.
—You don’t know what you're getting into! —he growled through gritted teeth—. This isn’t your business.
—If it involves a child, it’s my business. Who sent you?
The man fell silent, clenching his lips stubbornly. Rai pushed him to the ground, quickly patting him down. He found a fake ID and a phone without a password. He took the phone and tucked it away before turning his attention back to Diego.
The boy was still in the corner, trembling. Rai approached slowly, crouching down to his level.
—Diego, I’m a friend of your mom’s. I’m here to help you.
Diego didn’t say anything, but his eyes softened a little. Rai extended his hand, and after a moment of hesitation, the boy took it.
—Let’s go home —Rai said with a reassuring smile.
As they left the shed, Rai made sure to tie up the attacker with some rope he found nearby. He had many questions, and he was determined to get answers.
Back in his office, Rai reviewed the notebook that Diego had brought with him. The pages were filled with drawings, but this time, they were more detailed. There were sketches of masked men, maps of places Rai didn’t recognize, and numbers that seemed like codes.
One drawing immediately caught his attention: a human figure falling into the water from a bridge. Around it, other men watched, and one of them was holding something that looked like a camera.
Rai understood the gravity of what he had on his hands. Diego had witnessed a crime, probably a murder, and the perpetrators knew it. That’s why they were looking for him.
He turned on the phone he had confiscated from the man in the shed. There were several recent messages, all sent from an unknown number. One of them said: “Find the boy. He knows too much.”
Rai exhaled slowly. The case had just gotten a lot more complicated.
He looked over at Diego, who was sleeping deeply on a couch across the room. The boy was safe for now, but Rai knew this was just the beginning.
—Diego, what you saw won’t stay in the dark —he whispered to himself—. I’m going to unravel this case, no matter what it takes.