Natalia se mantuvo inmóvil, con los ojos fijos en la sombra que se deslizaba entre las rocas. La criatura no se movía con prisa, sino con una cautela escalofriante, como si estuviera estudiando cada uno de sus movimientos.

Llevó la mano a su comunicador y susurró:

—Aníbal… tenemos compañía.

La estática crepitó en la línea antes de que él respondiera:

—¿Cuántos?

Natalia tragó saliva.

—No lo sé… pero nos están observando.

Desde la distancia, el aire pareció ondularse como un espejismo antes de que la sombra desapareciera por completo.

Natalia apretó los labios, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

Mientras tanto, Aníbal, Ana y Antonio avanzaban entre las ruinas, siguiendo el cable enterrado bajo la arena. Finalmente, llegaron a lo que parecía ser una vieja terminal de energía: un pilar metálico corroído por el tiempo, cubierto de paneles destruidos y circuitos oxidados.

Ana se arrodilló junto al panel de control y sacó su equipo de herramientas.

—Si aún queda algo de energía en los generadores subterráneos, tal vez podamos reactivarlos.

Antonio miró el cielo con preocupación.

—No me gusta la sensación de este lugar… parece que algo está observándonos.

Aníbal desenfundó su arma.

—No es paranoia. Natalia vio algo.

Ana siguió trabajando con rapidez. Sus dedos volaban sobre los controles, intentando restaurar la conexión con los sistemas internos.

—Solo… un poco más…

De pronto, un fuerte zumbido resonó en la estructura, y una luz tenue se encendió en la base del pilar.

—¡Lo tengo! —exclamó Ana.

A lo lejos, escucharon un crujido metálico.

La puerta estaba abriéndose.

—¡Regresemos! —ordenó Aníbal.

Corrieron de vuelta, sintiendo la tensión aumentar con cada paso. Cuando llegaron, vieron cómo la gigantesca puerta se deslizaba hacia un lado, revelando un pasaje oscuro que descendía bajo la tierra.

Natalia los esperaba con el rifle listo.

—Sea lo que sea que nos estaba observando… ya no está aquí.

Antonio encendió una bengala y la arrojó al túnel.

Las llamas naranjas iluminaron un largo corredor de metal, cubierto de polvo y escombros. Al fondo, escaleras descendían a un nivel aún más profundo.

Aníbal miró a su equipo y asintió.

—Vamos. Descubramos qué quedó de la humanidad.

Uno por uno, cruzaron el umbral y desaparecieron en la oscuridad. Detrás de ellos, entre las rocas, unos ojos brillaron en la penumbra.

El eco de sus pasos resonaba en el túnel mientras descendían. La luz de las bengalas parpadeaba, proyectando sombras inquietantes sobre las paredes metálicas cubiertas de polvo y óxido. A medida que avanzaban, la temperatura descendía, y una humedad rancia impregnaba el aire.

Ana revisó su equipo de detección.

—Hay rastros de energía más adelante. No es mucho, pero suficiente para mantener en funcionamiento algunas estructuras.

Antonio miró las marcas en las paredes. Algunas parecían señales de advertencia, otras simples números grabados con garras o cuchillas.

—¿Qué es este lugar? —murmuró.

Natalia apretó el rifle contra su pecho.

—Lo averiguaremos pronto.

Finalmente, el túnel se abrió en una vasta caverna artificial. Frente a ellos, una ciudad subterránea se extendía en la penumbra. Los restos de rascacielos y edificios colapsados emergían de la oscuridad, cubiertos por raíces y hongos luminiscentes. Puentes destrozados colgaban sobre abismos insondables, y luces parpadeaban en la distancia, como si la ciudad aún respirara débilmente.

Aníbal se adelantó, observando las calles vacías.

—Parece abandonada.

Ana negó con la cabeza, ajustando su visor.

—No del todo… hay movimiento en algunos sectores.

Antonio sacó su pistola.

—¿Humanos?

Ana tragó saliva.

—No lo sé.

Natalia se giró de repente, apuntando su rifle a la oscuridad detrás de ellos.

—Nos están siguiendo.

El grupo se tensó. La sensación de ser observados se hizo más intensa. Algo se movía entre los edificios, siluetas que se deslizaban entre los escombros.

Aníbal alzó la mano.

—Nos dividimos. Ana y Antonio, busquen una fuente de energía. Natalia y yo exploraremos esa estructura alta.

Sin dudarlo, se separaron.

Natalia y Aníbal se movieron con cautela, subiendo las escaleras oxidadas de un viejo edificio. Desde lo alto, pudieron ver la magnitud de la ciudad subterránea… y algo más.

En el centro de la ciudad, una gigantesca torre metálica se alzaba intacta. Luces rojas brillaban en su cima.

Natalia ajustó su visor y contuvo la respiración.

—Aníbal… hay algo en la torre.

A través del lente, vio figuras moviéndose en su interior. No eran humanos. Eran sombras con cuerpos distorsionados, caminando con movimientos irregulares.

Aníbal observó el mismo espectáculo y sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Parece que hemos encontrado a los verdaderos habitantes de este lugar.

En ese momento, la ciudad pareció despertar.

Luces parpadearon en edificios lejanos, un rugido bajo vibró en las profundidades, y las siluetas en la torre comenzaron a moverse con más rapidez.

Natalia apretó los dientes.

—Nos han visto, Anibal—dijo Natalia nerviosa—, vámonos de aquí.

La ciudad subterránea estaba llena de ecos y sombras, un vasto laberinto de estructuras que alguna vez debieron albergar vida, pero ahora solo albergaban el peso de la desolación. Los pasos de los astronautas resonaban en las paredes corroídas mientras avanzaban, cada uno con una mezcla de temor y esperanza, sin saber qué encontrarían al final del camino.

Finalmente todos se reunieron y llegaron a una estructura imponente, un refugio de acero y concreto, aparentemente intacto por el paso del tiempo. Con un crujido metálico, la puerta se abrió, revelando el interior: una sala central con una pantalla gigantesca en el centro, como un relicario de la humanidad. Una consola de control estaba a un costado, junto a otros dispositivos que parecían antiguos, pero funcionales.

Ana, Antonio, Natalia y Aníbal se acercaron cautelosamente, sus rostros iluminados por la luz tenue de la pantalla que de pronto cobró vida. La imagen que apareció no fue lo que esperaban. Un hombre, de aspecto severo y envejecido, apareció en la pantalla. Su nombre: El Profesor Orozco, el mismo que había estado detrás de las investigaciones y experimentos en los que había confiado la humanidad para sobrevivir.

—Orozco: Si están viendo esto, significa que ya han regresado. El tiempo en el espacio es muy distinto al de la Tierra, probablemente no comprendan nada de lo que está sucediendo, pero les debo una explicación. Ustedes partieron al espacio con la esperanza de encontrar un futuro mejor para la humanidad, pero lo que no sabían era que, durante su larga ausencia, el mundo cambió.

La imagen cambió a un montaje de imágenes sombrías. Las criaturas, deformes y monstruosas, avanzaban sobre la Tierra, erradicando todo lo que quedaba.

Aquí tienes una versión ajustada para enfatizar que no solo la humanidad desapareció, sino también la vida animal, dejando solo las plantas:

—Orozco: Los experimentos genéticos que realicé para salvar a la humanidad… fracasaron. Las criaturas que creé, diseñadas para sobrevivir en un planeta moribundo, se convirtieron en algo más, algo que ya no podemos controlar. Son inteligentes, pero no humanas. Los humanos fueron aniquilados. No quedó nada de nuestra civilización, ni animales, ni voces, solo un mundo vacío donde las plantas siguen creciendo en un silencio absoluto.

Un pesado silencio llenó la sala mientras las palabras de Orozco se quedaban flotando en el aire. Natalia, aún incrédula, dio un paso atrás.

—Natalia: ¿Esto… esto es real? ¿Todos los humanos…?

—Orozco (en la pantalla, con voz grave): La Tierra ha sucumbido a sus propios errores. Y ahora, ustedes, los sobrevivientes, son testigos de las consecuencias.

De repente, un sonido extraño retumbó desde lo profundo de la estructura. Las criaturas estaban cerca. El rugido resonó por todo el complejo, como un presagio de lo que vendría.

—Aníbal: ¡Tenemos que salir de aquí!

La pantalla parpadeó una última vez antes de apagarse por completo, sumiendo la sala en una penumbra densa y sofocante. Durante un segundo, nadie se movió, como si el universo entero contuviera el aliento. Luego, la explosión de caos.

Las criaturas irrumpieron como un torrente de sombras vivas. Sus cuerpos retorcidos reflejaban la débil luz de emergencia, y sus ojos brillaban con un fulgor antinatural. No había lógica en sus movimientos, solo un hambre primitiva que los impulsaba a destruir.

Antonio reaccionó primero. Levantó su arma y disparó con precisión, pero los proyectiles apenas ralentizaron a las bestias. Eran demasiadas. Antes de que pudiera dar un paso atrás, una de ellas lo atrapó. Un alarido sofocado escapó de su garganta cuando las garras de la criatura lo desgarraron sin esfuerzo. La última imagen de Antonio fue su mirada incrédula antes de que la sangre oscureciera su visor.

Natalia intentó retroceder, pero una de las criaturas la embistió con brutalidad. Ana apenas tuvo tiempo de ver su expresión de terror antes de que la arrastraran hacia las sombras.

—¡Natalia! —gritó Ana, extendiendo la mano, pero solo atrapó aire.

No podían quedarse allí. Aníbal la agarró del brazo y la empujó hacia la salida. Corrieron, esquivando escombros y el eco de los rugidos que los perseguían. Los pasillos se estrechaban, cada esquina un posible punto de emboscada.

Finalmente, divisaron la torre de observación, una estructura elevada y aparentemente alejada del ataque. Aníbal golpeó el panel de acceso con desesperación. La puerta se deslizó con un chasquido mecánico y ambos se lanzaron dentro, cerrándola justo antes de que una de las criaturas se estrellara contra el metal.

El silencio se sintió ensordecedor.

Ana se dejó caer contra la pared, tratando de recuperar el aliento. Sus manos temblaban. La realidad se asentaba como una losa sobre su pecho.

—Aníbal… —susurró, sin atreverse a mirarlo—. No sé cuánto más podremos resistir.

Aníbal se quedó de pie, con la mirada fija en la puerta sellada. A pesar de todo, mantenía la calma, su mente analizando cualquier posible estrategia. Siempre había sido así: firme, metódico, inquebrantable. Ana siempre lo había admirado por eso.

—Aún no estamos muertos —respondió él, con voz serena.

Ana lo observó. Aunque su propio cuerpo temblaba por el miedo, él seguía ahí, erguido, enfrentando lo inevitable sin un atisbo de duda. Durante toda la misión, había sido la columna vertebral del equipo, el líder que todos seguían. Y ahora, en el peor de los escenarios, no flaqueaba.

—Siempre quise ser como tú —dijo en voz baja, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

Aníbal giró el rostro hacia ella, sorprendido.

—¿Qué dices?

—Eres el mejor comandante que he conocido. Siempre sabes qué hacer, incluso cuando todo se derrumba. Yo… solo sigo órdenes, pero tú… Tú nunca te rindes.

Él guardó silencio por un momento, luego negó con la cabeza.

—No hay respuestas para esto, Ana. Solo seguimos avanzando hasta que no podamos más.

Ana asintió. Sabía que tenían los minutos contados, pero algo en sus palabras le dio fuerzas.

Entonces, el sonido inconfundible de metal cediendo les heló la sangre.

Las criaturas habían encontrado la entrada. La puerta comenzó a deformarse bajo la presión de sus cuerpos. No había escapatoria.

Aníbal desenfundó su arma y Ana hizo lo mismo. No había esperanza, pero tampoco se rendirían sin luchar.

Las sombras irrumpieron en la sala, el planeta quedó en silencio.

En los registros del universo, la humanidad se extinguió aquel día. Pero en los últimos instantes de su existencia, Ana entendió algo: no era el miedo lo que los definía, sino la voluntad de resistir hasta el último aliento.